Atravesar un duelo siempre es una tarea difícil. Se nota de manera concluyente en el caso de Marcela, la protagonista de este sólido primer largometraje de María Alché, exhibido en los festivales de Locarno y San Sebastián.
Luego de intentar poner un poco de orden en el departamento vacío de Rina, una hermana con la que -se puede inferir- tenía un vínculo potente, Marcela vuelve a la abulia de su rutina diaria, la de un hogar caracterizado por la dinámica caótica de tres hijos adolescentes y la presencia intermitente de un padre bastante desconectado.
Familia sumergida avanza primero con una lógica rigurosamente naturalista, pero de pronto el clima empieza a enrarecerse, a tornarse sensiblemente onírico (un modus operandi que también aparece en Gulliver, un notable corto de la directora de 2015) y la película levanta vuelo.
Cuenta para eso con la fortaleza de un elenco impecable (Mercedes Morán brilla, pero todo el resto se luce también con trabajos muy solventes) y un dominio notable de la puesta en escena.
Se destaca sobre todo la fotografía de la francesa Helene Louvart (colaboradora de cineastas de la talla de Wim Wenders, Claire Denis y Mia Hansen-Love), deliberadamente difusa, muy a tono con esos días opacos, llenos de vaivenes, dudas, nostalgias y replanteos que suele provocar el contacto directo con la muerte.