Marcela (Mercedes Morán) perdió a su hermana y su vida cotidiana es una coreografía alrededor de esa ausencia. El duelo, en Familia sumergida, no es lacrimógeno y pasivo. Es, en cambio, una sucesión de momentos -activos, impredecibles- en los que no se está con la persona ausente. Dicho de otra manera, el duelo distrae y lleva a la dispersión.
Ella se divierte con sus hijos, habla con su marido y luego coquetea con un joven. Pero está sumergida en el pasado y se tropieza constantemente con los fantasmas de su familia. Lo fantástico impregna toda la película. No sólo reaparecen los muertos sino que además los vivos se vuelven monstruosos.
Incluso un momento lúdico entre madre e hijo tiene su lado grotesco. Hay voces roncas, brazos que se contorsionan, un juego o performance sin reglas o guión. Es una escena tierna, aunque también remite al amigo imaginario de Danny en El resplandor, ese que habla, con voz quebrada, a través de un dedo índice.
Más adelante, al final de la película, cuando se reúne la familia extendida de Marcela, y tras algunos tensos intercambios de opiniones, los invitados descomprimen su incomodidad bailando torpemente, sin gracia, como si fueran extraterrestres que simulan hábitos humanos.
Todo está enrarecido y adquiere un signo de pregunta. La muerte no sólo obliga a reevaluar lo que ya fue sino también lo que es. Como si Marcela, al ver a su hijo, su marido o su familia, se preguntara: “Y ellos, ¿quiénes son?”
Estas escenas son las más logradas en la película. Ni cómicas, ni fantásticas, ni dramáticas, son fronterizas y ambiguas. Pero están interrumpidas por otras escenas, más predecibles, que podrían ser descartes de La ciénaga, Abrir puertas y ventanas o La luz incidente. El cine argentino ya hace dos décadas que produce este tipo de sutiles y delicados retratos familiares en clave de cine contemplativo, y hace falta algo realmente sorprendente para destacarse.
Al ser una ópera prima, es quizás inevitable encontrar a una artista todavía en busca de su identidad. María Alché, la directora y guionista, irrumpió en el cine como la protagonista de La niña santa, en la que también actuó Morán. Y es cierto que algo de Lucrecia Martel hay en Familia sumergida. No sólo de La ciénaga sino también de La mujer sin cabeza y Muta.
Esta última, una irreverente publicidad para la marca de ropa Miu Miu, muestra a un grupo de mujeres en un barco. Nunca vemos sus rostros; sus movimientos son erráticos. La banda sonora es ominosa, llena de susurros y sonidos inquietantes. Bordea el terror, sin ingresar en él. Es el mismo recorrido que, en sus momentos más efectivos, transita Familia sumergida.
Y ahí está lo más promisorio de Alché, en ese límite, en su capacidad para maniobrar entre registros, para llevarnos a un lugar donde lo fantástico es un gesto de lo cotidiano.