Familia sumergida (2018) es la ópera prima de la actriz y directora María Alché que nos sumerge, nunca tan bien usada la comparación, en un mundo surrealista. Y no me refiero a los momentos en que la directora apela a escenas algo lynchianas —me refiero a ese universo simbólico en donde se confunde realidad y fantasía en las obras del director David Lynch; Twin Peaks es un claro ejemplo de ello—, sino a la mirada surrealista que aparecen en los momentos más prosaicos de la vida El hecho extraño y extrañado que consiste en desmantelar una casa, atiborrada de cosas, de una persona que murió de forma imprevista, o comer una cucharada de un helado del freezer; un helado que está en una suerte de animación suspendida, son momentos quizás más sobrecogedores que encontrarse con las apariciones fantasmales de seres que solo se encuentran en la cabeza.
¿Qué puede ser más surrealista que la estadía forzada de Nacho (Esteban Bigliardi) que tiene que hospedarse y gastar todos sus ahorros en un hotel para no ser “descubierto” por sus conocidos porque todos creen que se fue de viaje, un viaje que le cancelaron a último momento; situación que le produce mucha vergüenza y que debe soportarla llevando una existencia casi fantasmal? Es por eso que las situaciones por las que desfilan seres estrafalarios —antiguos amigos y familiares ya muertos—, no dejan de parecer algo kitsh y deslucen la carga melancólica —y extrañada— de la película. No hace falta apelar a una simbología que ya aplicó Luis Buñuel en El perro andaluz, sino que lo surrealista —o por lo menos nuestra percepción de ello— está en todas partes. La última porción de un helado de chocolate que quedó como regalo póstumo, sin que nunca fuese ese su fin, es un claro ejemplo de ello.
Rina, la hermana de Marcela (Mercedes Morán) es la que dejó el mundo de los vivos y la que dejó, además, un departamento con infinidad de cosas que deben ser embaladas para ser vendidas o regaladas. Es a través de este desfile de objetos, que nos damos una idea del perfil de Rina. Plantas por todos los rincones, lámparas enteladas, bibliotecas, vestidos y telas, muchas telas, que guardan secretos que nunca nos serán develados. Al silencio de este departamento se contrapone la casa de Marcela. Allí vive con su marido (Marcelo Subiotto) y sus tres hijos adolescentes (Laila Maltz, La Artela y Federico Sack) con todos los contratiempos que una familia debe lidiar diariamente. Desengaños amorosos de la hija menor, preparación de exámenes del hijo mayor, peleas entre hermanos, desperfecto del lavarropas, todos sobrellevados por una omnipresente Marcela que, aunque ausente por la pérdida de Rina, se las ingenia para estar en todos los detalles.
Mercedes Morán, conocida por su faceta de actriz temperamental, filosa en los diálogos y de armas tomar, aquí se desenvuelve en una actuación silenciosa y automatizada. Casi diría que artificial. Su duelo parece haberle vaciado de toda energía y deambula por los diferentes escenarios —hay una cuota de teatralidad en las actuaciones— como una marioneta a la que le cortaron los hilos. Solo se permite un par de catarsis que fluyen de manera incontenible: el sollozo desbordado cuando le toma lección a uno de sus hijos y cuando queda sola acomodando la ropa.
A partir de ese quiebre en su rutina —toda muerte de un ser cercano, lo es— Mercedes deambula como los fantasmas que se le aparecen cada tanto, fantasmas que parecen corporizarse tanto como su propia familia; todos sumergidos dentro de esa laguna mental a la que la muerte de su hermana la arrastró sin anestesia. Gran acierto de esa atmósfera entre onírica y acuática es producto de la sugestiva fotografía de Helene Louvart, graduada en el prestigioso Louis-Lumiere College de París y que trabajó con Wim Wenders, Agnés Varda y Leos Carax entre otros grandes directores. Louvart le imprime esa pátina surrealista al utilizar colores almibarados, difusos, sombríos que parece encapsular cada escena en gotas de lágrimas reducidas al movimiento más mínimo.
Hasta el desahogo que encuentra Marcela al conocer a Nacho, es totalmente contenido, como si esas lágrimas fotográficas de Louvart fueran de ámbar y no de agua. Nacho aparece para iluminar un poco ese terreno sumergido, Marcela lo sigue para intentar sacar la cabeza fuera del agua y tratar de ver el sol. Lo hace en algunos paseos que hacen juntos al Tigre, en una tarde en un cuarto de hotel, en una visita a amigos de Nacho, en un baile que termina en un beso apasionado, pero todo desaparece, como Nacho, como esa presunta aventura que parecía estar destinada al fracaso desde el mismo momento en que se conocieron. Y como toda aventura que se esfuma, el círculo se cierra con la vuelta a la vida rutinaria de Rina, con las preguntas por una vida sin nada de heroicidad que parece acentuarse con los dilemas que parecen contaminarlo todo; un agua turbia, sin nada cristalino como para poder ver un fin más diáfano y brillante. Aunque el gesto último parece hacerle un guiño al destino. Un guiño provocativo y desafiante.
María Alché, quien se graduó en la Escuela Nacional de Experimentación de Buenos Aires en dirección cinematográfica, viene de realizar los cortos Noelia (2012) y Gulliver (2015) y de interpretar varios papeles en películas como La niña santa (2004) de Lucrecia Martel, Del amor y otras historias (2014) de Alejo Flah y Me casé con un boludo (2016) de Juan Taratuto, entre otras, sin olvidar el éxito televisivo Trátame bien, junto a Julio Chávez y Cecilia Roth. Acostumbrada a que sus obras sean seleccionadas en los más prestigiosos festivales de cine como el de Tolouse, el de Mar del Plata, el de La Habana y el de Rotterdam, su ópera prima Familia sumergida, no solo fue invitada para el 71° Festival de Locarno sino que obtuvo el Premio Horizontes Latinos el 66° Festival Internacional de San Sebastián.
Más allá de cierta morosidad en los diálogos, o cierta artificialidad en escenas como la del baile final, María Alché realiza una apuesta valiosa al querer retratar el costado más vulnerable de un ser humano: el del duelo, el de la pérdida, el de encontrarse en terreno movedizo con todas las incertidumbres que eso genera. Si bien Marcela tiene una familia de donde aferrarse, la muerte de Rina la descoloca, como si todos esos pilotes de madera tan sólidos que son sus hijos y su marido, se fueran desintegrando con la erosión del agua. Por eso la aparición de Nacho es como una tabla de salvación ante la pérdida, la rutina, las necesidades que nunca parecen ser satisfechas. Solo que para que eso suceda, primero debe salvarse ella misma.