Un hombre se corta el pelo en una peluquería. A continuación, esta persona ligeramente renovada agarra el volante y se adentra en alguna ruta argentina. En medio del trayecto, se detiene a la vera del camino, enciende una vela y un cigarrillo que deja como ofrenda en un altar del Gauchito Gil. El hombre, siempre solo, cena en una parrilla al paso, hace noche en un hotel y retoma al día siguiente la ruta que, ahora con su estepa a ambos lados, nos sitúa ya en alguna zona de la tan cinematografiada Patagonia y nos hace preguntarnos: quién es este tipo, a dónde va y por qué tan lejos. Pero, mientras el cine argentino ha construido alrededor de las tierras sureñas todo un imaginario que va desde un lugar de reencuentro, de nuevas oportunidades, un destino al que huir o simplemente como la contracara del universo urbano; la secuencia inicial que podría haber encajado perfecto con la débil etiqueta de road movie patagónica se agota en el instante en que el conductor llega a la casa de sus padres en Comodoro Rivadavia a donde viaja por unos días a pasar las fiestas, dando la impresión que los casi 2000km realizados representa apenas un viaje ordinario, algo que realiza anualmente.
El hombre en cuestión es el mismo Edgardo Castro, director, escritor y, otra vez, encargado de ponerle el cuerpo a una de sus películas. En este caso, Familia, su segundo largometraje. Su debut fue La Noche (2016), una pieza polémica, donde el actor se entregaba a una errancia nocturna y arriesgada por los tugurios más sórdidos del barrio del Once profundo en busca de sexo, merca y más sexo. Aquel largo sorprendió mucho por la franqueza con la que Castro se exponía en carne propia, haciendo de su cuerpo un depósito de descarga y recarga infinita de fluidos y sustancias; y en especial, por la manera en que introducía al cine nacional ese costado oculto de la gran ciudad donde las personas solas, quebradas y lesionadas espirituales, vagan y se encuentran convirtiendo a la noche en un estado mental. Familia entonces se nos presenta como un fuerte contraste con su ópera prima. Más reposada, alejada del salvajismo urbano, pero que responde -como un virus que el protagonista no puede evitar- a la misma idea de soledad. No es muy difícil pensar que ese hombre canoso, con rostro de trasnochado o desempleado o de alguien al que la vida no le ha resultado una experiencia placentera; que atraviesa medio país para visitar a su familia es el mismo que, duro y borracho, se dejaba mear la cabeza en el baño de un albergue transitorio. Sin embargo, en esta nueva entrega lo autobiográfico se impone con más fuerza y el límite entre ficción y documental, que desde el uso de la cámara en mano y la ausencia de banda sonora ya estaba puesto en jaque, queda difuminado al incluir como elenco a sus propios padres y hermanos.
Se podría decir que lo que viene a traer este trabajo de Castro es cierta universalidad a la hora de centrarse en la familia. El hijo que llega no trae ningún mensaje, ninguna noticia, no hay ninguna cuestión detrás de la visita más que el cumplir con el rol que le toca. Si lo que había en La Noche era una saturación de los vínculos, donde las prácticas sexuales se volvían cada vez más violentas, acá el vaciamiento afectivo acontece por repetición. La institución familiar se asume como una costumbre más, un estado rígido y criogenizado, y no hay nada que se pueda hacer para cambiarlo. A su vez, si bien todo ocurre en los espacios comunes: cocina, comedor y living, la charla es nula. Más que alguna cordialidad y comentario al pasar, es como si el tiempo mismo hubiese erosionado cualquier lazo pero sin haberlo cortado por completo y eso es algo interesante que propone la película. La falta de trasfondo, de secretos o de conflictos que aunque sea sirvan para encender la chispa de una discusión, los convierte en un puñado de desconocidos que lo único que comparten es la sangre.
La familia que presenta Castro no es disfuncional ni tampoco conflictiva, sino más bien una común y corriente. La suya en algún sentido refleja la de todos. Acá tenemos una madre que abusa de los fármacos y no suelta el celular, un padre entrado en años que se está quedando un poco sordo, la hermana adulta que todavía no dejó el hogar y dos hermanos que aparecerán para la cena navideña y se irán. Frente a esa mesa, donde el padre sentado en la cabecera es una pieza ausente que no oye ni habla y cuya degradación despierta risas cómplices entre madre e hijo, se ubica el último miembro y no menos importante: el televisor. A lo largo de la película, el aparato se vuelve un personaje más que se traga toda la atención y que de tanto en tanto sopla algún tema banal para estimular algo cercano a una conversación. El cierre lo da la cena de vísperas de Navidad al que se suman a la mesa los dos hermanos restantes con sus hijos. Comen, brindan, miran los fuegos artificiales con una sonrisa en una imagen robada a una publicidad de Coca Cola y vuelven a entrar. Mientras todos duermen, el protagonista sale a fumar a la vereda, tira humo y desaparece de cuadro como una silueta sacada de un film noir, llevándose consigo su misterio, su soledad e intuyo, una ligera satisfacción por haber cumplido otro año más con la misión.
Por Felix De Cunto
@felix_decunto