Los muchachos de antes no usaban médium
En una de esas extrañas casualidades de la distribución, dos películas sobre fantasmas aparecieron en cartelera el mismo día: Los fantasmas de Scrooge y Fantasma de Buenos Aires. Pero, a pesar de esta coincidencia, estas dos películas provienen de dos universos distantes, casi opuestos. Los fantasmas de Scrooge, adaptación de la novela Cuento de Navidad de Dickens (y van…), para bien o para mal, una obra mayor de la literatura universal, es una película de animación con el -al menos para mi- horrible método de motion capture que apuesta a la espectacularidad y al renombre de sus “actores”. Es decir, un tanque Hollywoodense hecho y derecho. Fantasma de Buenos Aires, en cambio, es una pequeña producción casi artesanal pero técnicamente muy lograda salida de las entrañas de la Universidad del Cine (FUC). Sin embargo no es una película que rompe con los lazos del modelo de representación institucionalizada generado en Hollywood, como muchas producciones de la factoría FUC. Por el contrario, sus referentes pertenecen sin excepción a la industria de Hollywood. Aún más, a pesar de su relativamente artesanal origen Fantasma de Buenos Aires demuestra un claro perfil “industrial”.
La película, sin embargo, frustra expectativas. No lo hace como sucede con parte de lo que se da en llamar “cine moderno” (aquel que puebla festivales en todo el mundo y recibe premios por rehusarse a generar sentido explícito a través de sus imágenes o a sostener linealidades narrativas), sino tal vez como consecuencia de su algo excesiva ambición narrativa. La película se presenta como dos relatos paralelos que transcurren uno en la década de 1920 y el otro en el presente; el primero narra la noche de la muerte de un rudo malevo porteño (Iván Espeche) y el segundo la noche de un joven porteño contemporáneo (Estanislao Silveyra), que es asaltado en el colectivo, rebotado en la puerta de un boliche y que pasa la noche jugando al juego de la copa con dos amigos en la casa de uno de ellos. Si el primer relato auguraba un melodrama compadrito con una básica reconstrucción de época y unos personajes estereotipados (que hace quedar al retrato del tanguero en las películas de Manuel Romero como fresco y naturalista) y el segundo otra historia de jóvenes contrariados alla Ezequiel Acuña (pero sin la carga emocional ni la destreza formal de éste), el film pronto vira hacia el fantástico y la comedia cuando tras la accidentada sesión de juego de la copa, malevo y joven hacen un pacto en el que el primero puede tomar posesión del cuerpo de éste para consumar la venganza por su asesinato a cambio de revelarle los secretos de la vida después de la muerte.
Comedias sobre posesiones corporales las hay en cantidad, pero la mejor y la más inspirada es la extraordinaria Hay una chica en mi cuerpo de Carl Reiner, en la que una millonaria moribunda (Lily Tomlin) transfiere accidentalmente su alma al cuerpo de un abogado (Steve Martin) y ocupa la mitad derecha del mismo. Estanislao Silveyra no posee las inagotables dotes humorísticas del histriónico comediante de blanca cabellera, pero se mueve con cierta destreza entre ambos registros y consigue algunos buenos momentos de humor en el choque de dos cosmovisiones en un solo cuerpo y en su síntesis, que en este caso es la educación sentimental del joven y el adiestramiento del salvaje tanguero. Sin embargo, el debutante en la dirección Guillermo Grillo comete dos errores: recaer en la solemnidad y el golpe bajo en algunos momentos (en especial en la resolución de los dos conflictos centrales) y en el humor más básico y vulgar, como el episodio con la travesti y con el médium trucho. En las antípodas del hermetismo del cine de marca FUC pero también de la banalidad y grosería de la comedia populista, Fantasma de Buenos Aires se posiciona en un atractivo lugar intermedio, logrando aprender -como lo hacen el joven y el malevo- de lo mejor de ambas tradiciones.