La culpa Tse-Tsé Sí, la mosca y la ceniza del título son una metáfora; y no, no van a necesitar demasiada abstracción intelectual o un manual de semiótica bajo el hombro para descifrarla. Pero la mosca aparece una y otra vez explícitamente en pantalla, revoloteando por ahí o torturada y ahogada por Nancy (María Laura Cáccamo), una joven del interior un poco -demasiado- infantiloide. Su amiga Pato (Paloma Contreras) decide aprovechar una oferta de trabajo como empleada domestica en Buenos Aires que le hace una vecina del pueblo y resuelve también decidir por Nancy y llevarla con ella, porque la oferta exigía “dos chicas jóvenes”. Salir del pueblo, ese universo cerrado y cuyos límites son los del mayor cosmos para ambas, y llegar a la ciudad, inabarcable y abstracta, con luces de colores y movimiento perpetuo que Gabriela David filma fuera de foco, contagiada del extrañamiento de las protagonistas. De fondo se escucha una canción melosa que suena casi por defecto en el estéreo del auto que las lleva de Retiro a su nuevo hogar y que fanatiza hasta los improbables límites de la epifanía emocional a Oscar (Luciano Cáceres), encargado de transportarlas. Pato mira por la ventanilla: es la calle Agüero (“pájaro de mal agüero”, dirá más adelante). El coche se detiene; una puerta angosta y alta, una escalera ascendente y, arriba, los gritos sordos de la esclavitud sexual. La mosca en la ceniza es una película de denuncia sobre la trata de blancas y el tráfico sexual. Pero a diferencia de tantísimo cine de denuncia no desdeña la dimensión formal, adoptando una retórica que podríamos denominar -hablando mal y pronto- “artística”: al ya mencionado juego con el foco hay que sumarle la profusión de planos detalle (la mosca es su principal objetivo), los travellings por los pasillos del prostíbulo, las composiciones impresionistas, la iluminación oscura para los interiores de lujosa decadencia del burdel. No me voy a adentrar en la polémica sobre la pertinencia de este tipo de retórica en las obras de denuncia, que tiende hacia el distanciamiento y la artificiosidad en un “género” que exige inmediatez y transparencia discursiva. Pero la película de Gabriela David no escatima en ese tipo de recursos, llegando por momentos al exceso poético con miras de festival europeo sediento de sangre y celuloide Latinoamericanos. Durante la mayor parte del film el protagonista es el encierro. La mosca en la ceniza coquetea por momentos con el drama carcelario bastante efectivo (en este sentido la construcción del espacio del burdel es muy precisa), dejando fuera de campo y en ajustados elipsis todas las escenas de sexo, a tal punto de ahorrarnos lo que -sólo podemos suponer- es la pérdida de la virginidad de Nancy. De este modo, logra evitar un defecto típico del cine de denuncia, la doble moral de la denuncia exploitation, que por un lado señala algún mal y a la vez se vale de él con fines morbosos. Sin embargo, lo que no queda fuera de campo es la violencia física, en especial ejercida sobre Pato, que se niega rotundamente a ejercer la prostitución. Esto demuestra la pacatería de considerar el sexo como tabú absoluto y la violencia como moneda de cambio, problema que alcanza hasta los ejemplares más ilustres, como Los muertos de Lisandro Alonso, que muestra la muerte de una cabra en plano secuencia pero deja la única escena de sexo fuera de campo, como si éste fuera una experiencia más íntima que aquella. Pero además evidencia la hipocresía de este cine progre, que se vale de cualquier herramienta para señalar con el dedo sin desafiar realmente los modos de representación ni los valores imperantes. Es que al fin y al cabo La mosca en la ceniza es una película de denuncia. Ya lo dije antes, pero es necesario repetirlo para no olvidarlo. Porque a pesar de esa superficie tersa que ostenta, cuando sale al mundo, cuando abandona el intento de cine de género, se vuelve esquemática, facilista, moralmente inequívoca. Y la denuncia no tiene grietas: los que regentean el prostíbulo son desagradables, sin dobleces, los clientes son absolutamente patéticos y la Sociedad (así, con mayúscula), al ignorar el problema con conciencia, complicidad y sin culpa, es una hija de puta. Todos: padres, abuelos, tíos, hijos, floristas, perros y gatos. Hasta los niños merecen la denuncia de Gabriela David, ver sino el contraplano de Nancy pidiendo ayuda a gritos desde la terraza del prostíbulo. Y así, la puesta en escena se achata, ahora al servicio de la tesis del film. Un travelling por los edificios mientras en off suenan los gritos de las chicas y ya nos queda todo claro: deberíamos sentir culpa por mirar para otro lado (aunque el fuera de campo es también, a veces, mirar para otro lado) cuando el horror sucede del otro lado de nuestra medianera. Y también de paso rezar tres padrenuestros, porque a La mosca en la ceniza la financió el Church Development Service y el Protestant Audiovisual Center of Development Education. Pero de todos los efectos que puede tener el cine de denuncia el más paralizante, el menos fértil, el más banal, es la culpa.
Hombre de carretera En la muy fértil década del ’80 en lo que a supergrupos (bandas cuyos integrantes son ya reconocidos por proyectos previos) se trata, surgió The Highwaymen, agrupación famosa no sólo por ser el supergrupo de música country más reconocido, sino también por conglomerar en su interior a Johnny Cash, Waylon Jennings, Willie Nelson y Kris Kristofferson, los principales referentes del género outlaw music, reacción a la vez tradicionalista -porque recuperaba el discurso salvaje y masculino y el estilo seco de precursores como Jimmie Rodgers y Hank Williams- y modernista -al incorporar la energía de los por entonces contraculturales Rock & Roll y Blues- contra la comercialización del Nashville Sound, más cercano a la música pop. Claro que contar con esos cuatro mitos de la música country era correr con mucha ventaja (aunque no tanta comparada con el line-up de los contemporáneos Travelling Wilburys, a saber: George Harrison, Bob Dylan, Roy Orbison, Jeff Lynne y Tom Petty), pero la banda, como la mayoría de los supergrupos, duró relativamente poco, produciendo solamente tres discos en el período comprendido entre 1985 y 1995. The Highwaymen, al igual que sus integrantes por separado, se alimenta de una mitología y una tipología típicamente Estadounidense: la del descastado, el hombre que vive en los márgenes coqueteando con la pobreza, el eterno nómada que hace de la carretera y el desierto su derrotero y destino último. Esta descripción le cabe perfectamente a Bad Blake, músico country cincuentón en decadencia, que todavía vive de la fama conseguida en décadas anteriores dando recitales en pequeñas tabernas, boliches (literales, donde se juega bolos) y Honky tonks, bares típicos del sur de Estados Unidos frecuentados principalmente por las clases bajas y que cuentan con números musicales en vivo de artistas Country o Folk. En una de esas presentaciones Bad conoce a Jean (Maggie Gyllenhaal), una joven periodista con un hijo de cuatro años, con quién comenzará un romance. Pero los problemas de alcoholismo del músico, a quién vemos más frecuentemente con un whisky en la mano que con su guitarra, comienzan a dinamitar la relación. Por otro lado, el antiguo protegido de Bad, Tommy Sweet (Colin Farrell), es ahora un exitoso músico amparado por la maquinaria comercial de Nashville que, aunque bienintencionado, no puede ayudar a su mentor, salvo que éste comience a componer para su nuevo disco. La amable rivalidad entre Bad Blake y Tommy Sweet funciona como una alusión literal al conflicto entre la música outlaw y el Nashville sound, desde la música (despojada la de Bad Blake, más artificial la de Tommy Sweet) hasta el estilo de vida: la gira de Blake por el sur de Estados Unidos sólo lo incluye a él y a su camioneta Chevrolet; a Tommy Sweet lo acompaña una enorme troupe de músicos, roadies, asistentes, autobuses y limusinas. Por otro lado, la historia de la decadencia y recuperación del maduro músico de country no sólo es demasiado arquetípica de la mitología autodestructiva del género (el country y el biopic, claro está), sino que reproduce casi fielmente el argumento de El precio de la felicidad (Tender Mercies, 1983), la historia de un cantante country de mediana edad y alcohólico en decadencia (Robert Duvall, que en Loco Corazón tiene un papel secundario como confidente y amigo de Bad Blake), quien encuentra nuevo impulso cuando conoce a una mujer viuda con un hijo. Lo que verdaderamente le da carnadura al bastante estructurado y formulaico guión de Loco Corazón es la enorme interpretación de Jeff Bridges como Bad Blake. Su presencia física y su relajada intensidad apoyada en un registro naturalista convierten esta película con pretensiones de universalidad en una íntima, personal historia de búsqueda de la felicidad con la ruta como paisaje y el Country como música de fondo. El es la razón por la cual, después de finalizada la película, Bad Blake "will always be around", como repite la canción de Jimmy Webb Highwayman, emblema del grupo The Highwaymen. A diferencia de El luchador de Darren Aronofsky, film similar desde su argumento, Loco corazón jamás carga las tintas o redunda en el miserabilismo. Por el contrario, la película ostenta una contención dramática, sostenida mediante elipsis que nos ahorran el sufrimiento de los personajes, y una levedad en el tono infrecuentes en los dramas de Hollywood. Y todo lo que Loco corazón quiere decir, lo sugiere mediante motivos expresivos. Los paisajes desérticos y la ruta filmados en scope y con una paleta áspera, a la vez que le otorga un aire setentoso y anacrónico a la película, acentúa el efecto de estancamiento emocional y el clima despojado que propone el debutante en la dirección Scott Cooper. Pero el principal motivo expresivo del film es la música, compuesta en colaboración por Stephen Bruton y T-Bone Burnett e interpretada casi en su totalidad por Jeff Bridges y Colin Farrell. Y aunque podrían habernos obsequiado una mayor variedad en las canciones (Bad Blake interpreta los mismos dos temas en sus presentaciones en la primera mitad de la película), las pocas que efectivamente quedaron en la banda sonora evocan paisajes emocionales que se encuentran en estrecha comunión con lo que se narra. Porque, en definitiva, las canciones country cuentan historias, y Loco corazón se convierte en una de ellas, The Weary Kind, canción que de aquel lado de la ficción Bad Blake compone inspirada en su relación con Jean y que de este lado ganó el Oscar a mejor canción original. Esa canción es el fin (narrativo, pero también espiritual) de Loco corazón, porque a estos hombres de carretera se les va la vida en cantar cuentos.
La música del azar Aquel querido mes de agosto son, en realidad, dos agostos. En el primero, en clave documental -o de falso documental-, un grupo de rodaje sale a recorrer el interior de Portugal en busca de su película y de la película que su director va creando en su cabeza, paralela a la que se va desarrollando en la pantalla. El dinero no llega y el productor, perturbado porque la película comienza a girar fuera de control, increpa al realizador (Miguel Gomes, que interpreta al director y es, a su vez, el director de la película) por hacer caso omiso del guión original. Mientras tanto la película continúa, revelándonos los ritos, las historias, las expresiones de los pueblos del interior portugués, una suerte de mapa espiritual de la Portugal profunda, sin un ápice de condescendencia o ironía. Y nos muestra un rito en particular, la fiesta del pueblo, reuniones sociales muy similares a las peñas folklóricas autóctonas en las que se baila, se escuchan bandas de “musica ligeira portuguesa” y se juega. Pero nada más alejado del pintoresquismo que el método de registro de Gomes: el objeto a registrar no son las costumbres exóticas sino algo más inasible, una especie de profunda comunión entre la música popular y los estados de ánimo a los que induce, desde la alegría estival (lamentablemente transformada en mercancía en tantas publicidades de gaseosa) hasta la melancolía por el amor perdido, principal referencia retórica de la musica ligeira portuguesa y de Aquel querido mes de agosto. Y así, de a poco, casi imperceptiblemente, la película empieza a ensamblarse frente a nuestros ojos. Comienzan a reverberar las historias que se amontonan desde los relatos en off, las entrevistas a lugareños y las canciones de amor, conformando una sinfonía narrativa que se compone en la marcha. Las historias son siempre múltiples, y no por cotidianas dejan de ser extraordinarias. Esta suerte de nudismo estructural que ostenta el film de Gomes, lejos de aplacar el misterio ligado a su génesis y desarrollo (a saber, ¿de dónde salió esta película y hacia dónde va?), lo acentúa: esconde su inquietante desnudez estructural con los paños de la deriva narrativa. Pero el productor se sigue quejando, quiere su película, y sin personajes no hay película. De repente, el equipo de filmación encuentra a una adolescente (Sónia Bandeira) que pasa sus tardes vigilando los montes en busca de incendios forestales mientras canta y baila en la caseta de vigía, y a un joven guitarrista (Fábio Oliveira) jugador de hockey. Una sobreimpresión sellará sus destinos. Boy meets girl; tenemos una película. El vuelco hacia la ficción promediando el metraje recuerda al que realizan los últimos films de Apichatpong Weerasethakul, aunque a diferencia de la intención simétrica y de espejo del tailandés, ambas partes, la documental y la ficcional, se plantean como un continuo. El segundo mes de agosto, el de la ficción, cuenta la historia de un hombre cuya mujer lo abandonó por otro, de su hija adolescente (Bandeira), inquietantemente parecida a su madre, y del primo de ésta (Oliveira), que se une a la banda de padre e hija (de nombre “Estrellas del Alva”, con “v” corta, por el río que atraviesa el pueblo, en cuyo margen los amores se harán carne en secretos besos) para una pequeña gira por los pueblos del interior de Portugal durante sus últimas vacaciones antes de mudarse a Estrasburgo. Paulatinamente se va configurando un amable melodrama familiar, cuando los primos se enamoran y en el padre afloran unos celos que tienen algo de sobreprotectores y otro poco de complejo de Electra invertido. Sin embargo, la puesta en escena de Aquel querido mes de agosto, plena de encuadres fragmentados y amplios fuera de campo, de largos planos y, aún en su luminosidad, de enigmáticas sombras, niega el modelo genérico clásico. Porque al igual que en Mysterious objects at noon de Apichatpong, las ficciones se van construyendo por azar, de forma comunitaria, y las imágenes dan cuenta del carácter espontáneo y transmutable de los relatos populares. Son narrativas omnívoras, capaces de fagocitar diversos temas y registros, de la misma forma que lo hace la película, que trasmuta la feliz deriva inicial por un no menos festivo relato de iniciación amorosa. Y en el plano final de la narración, en el que la joven convierte llanto en risa al igual que la película transita del documental a la ficción (simultáneamente, sin abandonar nunca uno o adoptar definitivamente el otro), Bandeira se luce, seduce. Mientras ruedan los créditos, el equipo de rodaje discute sobre la posibilidad de que se haya colado en la banda sonora música que jamás fue registrada, melodías furtivas escondidas en los bordes de la existencia. Porque si, como gustaba decir al zorro consejero del Principito de Saint-Exupéry, lo esencial es invisible a los ojos, definitivamente no lo es a los oídos.
Zeus o Iphone La desconfianza es madre de la seguridad, dicen que dijo Aristófanes, en otro de esos arrebatos conservadores que lo caracterizaban. Pero hay algo de verdad en su argumento: el instinto de autopreservación nos induce con frecuencia a evitar situaciones desagradables, o, en la vida del crítico de cine, bodriazos irredimibles. Percy Jackson y el ladrón del rayo tenía todas las condiciones dadas para disparar la alarma, porque, en definitiva, ¿cuántos proyectos abortados de sagas de jóvenes con superpoderes basadas en best sellers para niños evidentemente capitalizando el éxito de Harry Potter puede uno tolerar? ¿Dónde están, sino, “Eldest” (continuación de Eragon) o “La daga” (segunda parte de la saga “La materia oscura”, material de base para La brújula dorada)? Para colmo de males, detrás de la cámara de Percy Jackson… se encontraba el mediocre Chris Columbus, aquel que instaló el modelo de representación hogwartsiano en las dos primeras entregas de la saga del mago miope. Y, sin embargo, los astros se alinearon, la providencia nos sonrío con especial benevolencia, los Dioses se confabularon a nuestro favor: Percy Jackson… es una película de aventuras clásica (en el sentido más literal y helénico del término), sin las aspiraciones psicologisistas o impostaciones solemnes del más rancio cine juvenil de Hollywood, pero, eso sí, con una buena cantidad de efectos especiales al uso, no sea cosa que una película de presupuesto millonario (95 millones de dólares, según boxofficemojo.com) se vea “anticuada”. Percy Jackson (sí, el pibe del poster de la película) es un adolescente con especial afinidad por el agua, disléxico y marginado en su escuela. Percy Jackson es, también, hijo de su madre (naturalmente) y de Poseidón, Dios de los mares en la mitología griega, lo que lo convierte en semidiós, de la feliz estirpe de Hércules, Aquiles y su cuasi tocayo Perseo. Pero, como es costumbre entre los Dioses del Olimpo, Poseidón abandonó a la familia cuando Percy era bebé, por lo que el joven ignora su condición divina. Desafortunadamente, a Zeus le roban su rayo y acusa al hijo de Poseidón, su hermano, del hurto. De repente Percy, adolescente conflictuado, es perseguido por los Dioses y sus súbditos que codician la poderosa herramienta de Zeus. Quién llega más lejos es Hades, soberano del inframundo y hermano del Dios de los cielos y el de los mares, hasta el punto de secuestrar a la madre de Percy para intercambiarla por el rayo. Hacia allí se dirigirá nuestro héroe, acompañado por una semidiosa amiga (hija de Atenea) y un Sátiro/comic relief y armado con un escudo, una sablelapicera y una zapatillas (Converse) voladoras, cortesía del hijo de Hermes el mensajero. Y acá es donde Percy Jackson…se vuelve interesante. La película no sólo retoma la mitología griega (actualizada, al Olimpo se accede desde un ascensor en el último piso del neworkino Empire State), sino que se construye a partir de la estructura narrativa de los mitos y su forma más paradigmática, la epopeya, el relato de las peripecias de un Héroe en un viaje a la vez real y metafórico en el que deberá sortear distintos peligros para lograr su cometido, asistido o acosado por entes sobrenaturales. La epopeya sobrevive aún en el cine narrativo contemporáneo, en especial en las Road Movies, como lo demostraron ejemplarmente los hermanos Coen en ¿Dónde estás hermano? recuperando "La Odisea" homérica en el contexto de la América de la Depresión. Percy Jackson... es también una Road Movie: el héroe y sus acompañantes deberán atravesar Estados Unidos en su camioneta/Argos para hacerse con unas gemas que les permitirían regresar del inframundo. Para eso deberán enfrentarse con Medusa (Uma Thurman con un peinado sauvage de serpientes embelesada por su propia imagen en el reflejo de un Iphone), con una Hidra en Nashville y, en una broma genial a la altura de ¿Qué pasó ayer?, con los lotófagos en Las Vegas, laberinto del olvido disfrazado de paraíso dionisiaco. Percy Jackson... es efectiva porque es pertinente. Es decir, la actualización de los mitos se realizó con tal destreza que, a diferencia de lo que pasa en la saga del mago, los dos mundos (el antiguo y el moderno) son uno sólo. La lógica de uno es la lógica del otro: Hades se viste como un rockero decadente, el minotauro pasta a un costado de la ruta junto a un grupo de vacas y camino al inframundo por la radio de la camioneta suena “Highway to hell” de AC/DC. No requiere de excesos retóricos o parar la pelota para explicar las reglas de juego; como en la Grecia antigua, la lectura de los mitos es literal, un prodigio de la imaginación aplicada al mundo real. Percy Jackson… es juego y aventura, sin dobles intenciones. Por eso, para ir a jugar, se calza la sablelapicera y las converse aladas y deja en el cajón la moralina barata.
Estúpido, caótico y angloparlante En la catarata de estrenos que supone los primeros meses del año, despertando del letargo a la cartelera anoréxica de noviembre/diciembre, el ejercicio de la crítica cinematográfica cobra un peso mayor. Es ella la que tiene que distinguir, entre la variada oferta, cuáles son las películas clave (y las malas películas clave) y cuáles las irrelevantes o las sobrevaluadas. Es decir, separar la (mucha) paja del (poco) trigo. A juzgar por la primera escena de Asesino Ninja, podríamos estar ante la presencia de un digno exponente de la segunda categoría (un generoso y delirante montón de trigo, sazonado a gusto con digital salsa rojo sangre): una reunión yakuza es interrumpida por el ataque de una sombra, que deviene en una masacre digna del Takashi Miike más desatado (el de Ichii the Killer), en la que cada uno de los mafiosos y sus mujeres son eliminados de forma implacable y con evidente espíritu gore. La sombra es, a esta altura no hace falta aclararlo, un ninja, integrante de un clan de mercenarios que secuestra a niños y los entrena en el arte del combate ninja y en técnicas sobrenaturales como la invisibilidad. Una agente del Europol sigue una pista de dinero que la conduce directamente a este clan, que, descubre, estuvo detrás de muchos asesinatos políticos recientes. Su investigación la convierte en el nuevo objetivo del clan, pero un ninja renegado (Raizo) en busca de venganza decide protegerla. Las batallas se suceden una detrás de otra, todas estructuradas desde el montaje fragmentado y el exceso de CGI (¡sangre digital!, ¿hasta cuándo?), generando el ya usual efecto anestésico típico de la (mala) combinación y el uso gratuito de ambos recursos. Porque a lo que apunta Asesino Ninja es a una construcción de las escenas de batalla “impresionista”: su efecto radica en el impacto de golpes de montaje, de planos muy breves ensamblados con violencia, sin respeto de continuidad y con el sólo objetivo de crear movimiento donde no lo hay, en oposición a las secuencias “expresionistas”, típicas del cine oriental en general y del cine de acción japonés y hongkonés que Asesino Ninja intenta homenajear en particular. Este tipo de secuencias privilegian la composición y el movimiento dentro del plano, que, en los mejores casos, se vuelven auténticos estudios de movimiento, pero fundamentalmente poseen una cualidad carnal del que el estilo impresionista tan usual en el cine de acción estadounidense carece. En el estilo impresionista los golpes no duelen, el montaje acelerado no permite generar empatía con lo que sucede ni asombro frente a la destreza física de los protagonistas, dos elementos cruciales en el cine de artes marciales tradicional. Comparar sino Asesino Ninja con cualquier película de Bruce Lee, o, para no hacer trampa, de nuestro contemporáneo Tony Jaa. El uso poco imaginativo de los efectos especiales digitales contribuye a intensificar el efecto caótico e hiperbólico de la muy pobre puesta en escena de las batallas, que parece una mezcla entre la estética troglodita y millonaria de Michael Bay y la falta de tensión dramática de las escenas de acción de las dos últimas entregas de la saga Matrix de los hermanos Wachowski, productores de Asesino Ninja. La falta de imaginación de la puesta en escena se contagia también a los diferentes rubros. El argumento es esquemático y previsible, pero así lo fue siempre en el cine de artes marciales. La vendetta de Raizo nos es explicada a través de extensos flashbacks que muestran la implacable educación del joven, marcada por los abusos físicos y los aforismos subnormales que pronuncia el sádico sensei. Es preocupante el uso cada vez más frecuente y repetido de los flashbacks explicativos en el cine hollywoodense (y no tanto, ver Cena de amigos, estrenada la semana pasada), probablemente debido a la incapacidad narrativa de muchos directores (en este caso James McTeigue, el de la superior V de venganza) o a la falsa concepción de que el espectador contemporáneo no tolera la linealidad narrativa clásica. Y si Asesino Ninja no logra homenajear formalmente al mejor cine de artes marciales (ni siquiera desde el idioma: aún si están en Berlín o en Japón, todos hablan en inglés), tampoco tiene el encanto berreta del cine ninja ochentoso inaugurado por Enter the Ninja, del cual McTeigue toma a su protagonista Shô Kosugi para ponerlo en el desafortunado e insoportable papel de sensei. Todo en Asesino Ninja huele a millones desperdiciados y a seriedad impostada, entre toda la fría perfección técnica no hay lugar para que se cuele lo imprevisible, lo maravilloso. En última instancia, aunque no suceda en Estados Unidos y ninguno de los personajes sea expresamente norteamericano, esta película es un reflejo perfecto del mundo en la hegemonía yanqui: estúpido, caótico y angloparlante.
No hay repelente que valga contra este nuevo adefesio fílmico que nos llega de Francia, cuna del cinéma d’auteur y las revoluciones burguesas. El triunfo de los burgueses es, en este caso, la “inconsolable tristeza” de acudir a una reunión social, la cena del título. El resultado, un empacho inevitable con tanto estereotipo francés y paisajes de belleza postal, sólo recomendable a aquellos con el estomago acostumbrado a digerir estas “sofisticadas comedias francesas”. La nada misma...
El cine imperecedero Tras una larga serie de intentos frustrados se estrena (¡y en fílmico!) la que probablemente sea la obra maestra de los hermanos belgas Jean-Pierre y Luc Dardenne, Rosetta, a más de una década de su paso triunfal por el festival de cine de Cannes edición 1999, dónde obtuvo la palma de oro a mejor película y mejor actriz. El retraso es insignificante, ya que a diferencia de tantas y tantas películas que pasan sin pena ni gloria por la cartelera y son rápidamente olvidadas, Rosetta es, aún hoy, cine del presente y del futuro, como dijo Cronenberg en defensa de la decisión del jurado en Cannes que él presidía. Rosetta es una película imperecedera. Podemos decir esto porque poseemos el beneficio de la distancia temporal. Sabemos que el tiempo no suele ser misericordioso con las obras de arte, y si bien es cierto que el cine, como nos señaló André Bazin, es el único medio -junto a la fotografía- que puede apresarlo, aislarlo de su lógica destructora, lo cierto es que las películas envejecen. A pocas podríamos atribuirles la juventud eterna. Una de ellas es Mouchette de Robert Bresson, la historia de una adolescente solitaria (la Mouchette del título) de madre moribunda y familia negligente que vive en un pequeño pueblo rural. La violencia simbólica y física que es ejercida desde las instituciones (la escuela, la familia, la comunidad) sobre la muchacha despierta en ella pequeños gestos de rebeldía y la necesidad de escapar hacia ninguna parte. Y allí, enterrada hasta los tobillos en barro, caminando sin rumbo en el bosque bajo la lluvia torrencial, Mouchette se cruza con Rosetta. Las jóvenes se miran a los ojos –no se hablan, sólo abren la boca por necesidad, nunca para expresar su subjetividad- y prosiguen su camino, probablemente hacia su precario hogar, a cuidar de sus necesitadas madres (enferma la de Mouchette, alcohólica perdida la de Rosetta). No es el mismo bosque el que recorren, pero bien podría serlo: en ambas películas el bosque es el espacio de la soledad, refugio de los expulsados, último reducto de la incivilización en el mundo contemporáneo eurocéntrico. En ese sentido, hay una correspondencia entre espacio e individuo en Rosetta. Los Dardenne, ya desde sus inicios como documentalistas, se preocuparon por retratar a aquellos que quedan afuera de la representación oficial europea, los marginados por un sistema que se considera a sí mismo el cenit de la democracia y la civilización. Para ponerlo en términos coloquiales, los barridos debajo de la alfombra. Su terreno de acción es lo comúnmente denominado “cuarto mundo”, los que no pertenecen al primero pero ocupan su lugar en él. En la proximidad de la cámara con sus personajes desclasados podemos adivinar la intención de afirmarlos, de no dejarlos desvanecerse en el olvido, de acompañarlos en la terrible soledad que supone ser aislado del intercambio simbólico cotidiano. Por eso la fuerte impronta materialista del cine de los Dardenne (y también su tristeza y soledad), que se distancia en apariencia del más estilizado universo de Bresson y sus búsquedas ideales. Y, sin embargo, aún en su materialismo radical, Rosetta es una película espiritual. En esto sí coinciden los hermanos belgas y Bresson: hay un misterio por detrás del mundo, una verdad trascendental que no puede ser presentada sino simplemente sugerida. Por eso Mouchette y Rosetta resisten el paso del tiempo, ambas presentan un elemento que excede lo que sus despojadas imágenes presentan a simple vista. Bresson llega a él a través de la austeridad y la profusión de planos detalle, en busca de la revelación a la vuelta de la esquina. En el cine de los Dardenne aparece en la repetición ritual de ciertas acciones (en Rosetta el cambio de calzado en el bosque, otro elemento que la emparienta con Mouchette, cada vez que la joven vuelve del trabajo) y en el constante tópico de la delación, cuando Rosetta delata a su único amigo para sustituirlo en el trabajo, y la redención. En este punto los Dardenne les sacan ventaja a los otros realizadores del realismo social europeo, como Ken Loach, Mike Leigh, o, con la excepción de El empleo del tiempo, a Laurent Cantet: al limitarse a los fenómenos sociales y la explicación sociológica, jamás trascienden la realidad que retratan, volviéndose, en última instancia y a pesar de sus virtudes, banales y excesivamente atados a su tiempo. Los Dardenne en Rosetta afirman el lugar del desclasado europeo y, a la vez, sugieren una condición que trasciende el entorno inmediato, que se vuelve universal. Ellos, al igual que Bresson, pueden encontrar la verdad en la infinita tristeza de unas botas embarradas.
Los muchachos de antes no usaban médium En una de esas extrañas casualidades de la distribución, dos películas sobre fantasmas aparecieron en cartelera el mismo día: Los fantasmas de Scrooge y Fantasma de Buenos Aires. Pero, a pesar de esta coincidencia, estas dos películas provienen de dos universos distantes, casi opuestos. Los fantasmas de Scrooge, adaptación de la novela Cuento de Navidad de Dickens (y van…), para bien o para mal, una obra mayor de la literatura universal, es una película de animación con el -al menos para mi- horrible método de motion capture que apuesta a la espectacularidad y al renombre de sus “actores”. Es decir, un tanque Hollywoodense hecho y derecho. Fantasma de Buenos Aires, en cambio, es una pequeña producción casi artesanal pero técnicamente muy lograda salida de las entrañas de la Universidad del Cine (FUC). Sin embargo no es una película que rompe con los lazos del modelo de representación institucionalizada generado en Hollywood, como muchas producciones de la factoría FUC. Por el contrario, sus referentes pertenecen sin excepción a la industria de Hollywood. Aún más, a pesar de su relativamente artesanal origen Fantasma de Buenos Aires demuestra un claro perfil “industrial”. La película, sin embargo, frustra expectativas. No lo hace como sucede con parte de lo que se da en llamar “cine moderno” (aquel que puebla festivales en todo el mundo y recibe premios por rehusarse a generar sentido explícito a través de sus imágenes o a sostener linealidades narrativas), sino tal vez como consecuencia de su algo excesiva ambición narrativa. La película se presenta como dos relatos paralelos que transcurren uno en la década de 1920 y el otro en el presente; el primero narra la noche de la muerte de un rudo malevo porteño (Iván Espeche) y el segundo la noche de un joven porteño contemporáneo (Estanislao Silveyra), que es asaltado en el colectivo, rebotado en la puerta de un boliche y que pasa la noche jugando al juego de la copa con dos amigos en la casa de uno de ellos. Si el primer relato auguraba un melodrama compadrito con una básica reconstrucción de época y unos personajes estereotipados (que hace quedar al retrato del tanguero en las películas de Manuel Romero como fresco y naturalista) y el segundo otra historia de jóvenes contrariados alla Ezequiel Acuña (pero sin la carga emocional ni la destreza formal de éste), el film pronto vira hacia el fantástico y la comedia cuando tras la accidentada sesión de juego de la copa, malevo y joven hacen un pacto en el que el primero puede tomar posesión del cuerpo de éste para consumar la venganza por su asesinato a cambio de revelarle los secretos de la vida después de la muerte. Comedias sobre posesiones corporales las hay en cantidad, pero la mejor y la más inspirada es la extraordinaria Hay una chica en mi cuerpo de Carl Reiner, en la que una millonaria moribunda (Lily Tomlin) transfiere accidentalmente su alma al cuerpo de un abogado (Steve Martin) y ocupa la mitad derecha del mismo. Estanislao Silveyra no posee las inagotables dotes humorísticas del histriónico comediante de blanca cabellera, pero se mueve con cierta destreza entre ambos registros y consigue algunos buenos momentos de humor en el choque de dos cosmovisiones en un solo cuerpo y en su síntesis, que en este caso es la educación sentimental del joven y el adiestramiento del salvaje tanguero. Sin embargo, el debutante en la dirección Guillermo Grillo comete dos errores: recaer en la solemnidad y el golpe bajo en algunos momentos (en especial en la resolución de los dos conflictos centrales) y en el humor más básico y vulgar, como el episodio con la travesti y con el médium trucho. En las antípodas del hermetismo del cine de marca FUC pero también de la banalidad y grosería de la comedia populista, Fantasma de Buenos Aires se posiciona en un atractivo lugar intermedio, logrando aprender -como lo hacen el joven y el malevo- de lo mejor de ambas tradiciones.