Favula

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Un futuro permanente

Raúl Perrone, el inventor de la independencia, no se detiene. Ahora podrá tener un productor, sus películas contarán con una circulación más activa en festivales, su reconocimiento por parte de la crítica se hará sentir con mayor contundencia, pero lo cierto es que el director de Ituzaingó parece más decidido que nunca a que su cine se convierta con cada entrega en la última cosa nueva que llega a la pantalla. Sólo que el concepto de nuevo en Perrone nada tiene que ver con las formas audiovisuales de prédica más corriente en nuestros días: por el contrario, si algo sorprende en los más recientes movimientos del director –podemos concebir su filmografía como variaciones sobre temas, oscilaciones a veces ligeras, a veces bruscas, con jóvenes, con familias, con viejos como asunto central, que se agrupan en secciones o movimientos– es la perseverancia en dirigir la mirada hacia viejas vanguardias, visiones fugaces de una modernidad probable, olvidada y desacreditada, seguramente con la convicción de encontrar porciones de un terreno fértil a partir del cual hablar también hoy, porque se dice algo con las formas, pero ellas hablan también, con una desfachatez para la que los estándares de la producción mayormente existente no nos ha preparado. Favula, película que se exhibe junto a Ragazzi, se ubica a modo de espiga o terminación fina y afilada respecto de Pendejos, ese capítulo de jóvenes en la noche con el que Perrone inauguraba una poética singular a partir de un formidable entramado sonoro. Favula consiste en imágenes superpuestas, personajes en un paisaje imaginario construido con todo el artificio del mundo mediante un dispositivo de yuxtaposición de las figuras sobre el fondo en el que cobra vida cada escena. El procedimiento resulta tan extraño como fascinante. La banda sonora es un verdadero prodigio que supera acaso lo realizado en Pendejos; los fragmentos de música que se imbrican unos dentro de otros se funden con una gracia líquida cuya majestuosidad resulta por momentos sobrecogedora. Los planos sin profundidad se complementan con el diseño del sonido para crear una suerte de sinfonía en la que todo parece bullir alentado por un anuncio de tragedia inminente. La historia parece referir a una familia; una chica que es vendida por la madre a unos tratantes de blancas, y los que probablemente sean sus hermanos, un joven y una chica, que van en su rescate con el fin de traerla de vuelta y restituir la armonía del hogar haciéndole comprender a la mujer lo horroroso de su acción. Los escenarios son la cocina de una casa desvencijada, la selva, el interior de un auto que avanza en medio de la naturaleza cerrada. Las imágenes remiten al cielo, la lluvia, el estado precario de un mundo agreste que rodea a los personajes; un tigre cuyas apariciones ominosas irrumpen fantasmales parece comentar o señalar un costado de oscuridad secreta en esas existencias perdidas. No hay nada reconocible en la película, salvo las pulsiones humanas, tan imprevisibles como conmovedoras. La lengua que impera es un idioma incomprensible, con sonidos como pasados al revés, que multiplica el extrañamiento del relato y parece reenviarlo a un doble fondo donde la fábula se encuentra con los cuentos de fantasmas y la tradición popular anónima, en la que las palabras originales se han perdido y hay que imaginar otras nuevas. Con Favula Perrone exhibe el convencimiento, quizá pacientemente elaborado y macerado, de que el cine que importa de verdad se inventó en las vanguardias del pasado; una criatura exótica cuya prepotencia y distinción se muestran capaces de iluminar las aventuras del cine aquí, ahora y también más allá, como si a golpes de desencanto por un cine sin memoria surgiera el futuro.