Una película tan ortodoxa como sus personajes
Como sucede con los partidos del fútbol argentino, este film de origen canadiense se presenta dividido en dos partes que, en términos de juego –de espíritu y de puesta en escena, para el caso–, tienen poco y nada que ver entre sí. La primera mitad es una variante “para adultos” del típico “chico conoce chica”. Siendo el chico un cuarentón poco menos que descastado por su padre y la chica una mujer jasídica, harta de su rol y de su mundo, todo se encamina al tropo no menos típico de la segunda oportunidad, que permitirá a ambos dar nuevo sentido a sus vidas. Sin embargo y como si se tratara de una bienvenida enfermedad, hacia la mitad a la película “le sobreviene” un abrupto cambio de punto de vista, abriéndose una grieta que el rumbo prefijado no había permitido aflorar hasta entonces y que la vuelve mucho más interesante.Ya en la primera escena queda claro que Meira (a quien los suyos llaman Marka) está hasta la peluca de rituales, tabúes y ortodoxias (una de cuyas imposiciones consiste, justamente, en el uso de peluca por parte de las mujeres). Sentado su marido Shulem a una cabecera de la mesa, ella en la de enfrente y parientes y amigos a ambos lados, Meira no sigue los rezos que los demás elevan en hebreo. “Estoy harta de esta luz”, se dice en voz alta cuando la bombilla del comedor se apaga automáticamente, a la hora que el shabbat prescribe. El espectador puede preguntarse a qué viene que Meira prepare con tanto esmero tantas trampas para ratones, hasta que cuando uno de esos roedores queda atrapado se comprende que son metafóricas: el ratoncito es ella y el que vela que la trampa funcione, Shulem. Si de velar se trata, eso es lo que Félix hace con su padre, que si no lo reconoce en su lecho de enfermo es un poco por chochera y otro poco en sentido metafórico también.Como tanto cine contemporáneo, esa primera parte funciona como un Rasti. Se diseña una pieza llamada Meira, que ansía una vida más heterodoxa, y otra llamada Félix, que necesita algo que dé alguna orientación a su vida, y se hace encajar a una con otra. Aunque haya que hacer fuerza para ello, proporcionando a ambos una osadía que no parece muy coherente con el espíritu de sus personajes. Que la película ingresa en una fase de mutación se percibe en una escena en la que Shulem va a casa de Félix, a pedirle que no se lleve a su esposa. La escena va en contra de la lógica que regía hasta entonces. De la lógica dramática, haciendo del guardián fundamentalista un personaje inesperadamente vulnerable, y de la lógica de puesta en escena: si hasta ese momento ésta había sido meramente funcional, toda esa escena está narrada en un meditativo plano fijo, que pone en inesperado pie de igualdad (visual) a Félix y Shulem.De allí en más la película entera mantiene su carácter meditativo, mediante una estética de largos planos fijos, poniendo además en duda la posibilidad de concretar sus sueños por parte del héroe y la heroína. “¿Qué vamos a hacer?”, (se) pregunta Meira con su niña de un año en brazos (a la que de hecho secuestró), y Félix no sabe qué responder. En ese momento consuman su viraje, de parejita romántica ad hoc a pareja en fuga. De esas a las que el cine negro de los años ’30 y ’40 convertía en víctimas de la fatalidad.