Un tropiezo llamado amor
Félix (Martin Dubreuil), un solterón de cuarenta, acaba de perder a su padre, un hombre adinerado con quien no tuvo una buena relación. En otra parte de Montreal, en el barrio judío, Meira (Hadas Yaron) lleva un matrimonio frustrante; mientras su marido pretende una crianza estrictamente religiosa para la hija de ambos, la chica muestra el irrefrenable deseo de largar las ataduras. Una tarde, en el distrito Mile End de la metrópolis canadiense, el destino de ambos se une, con todas las grietas de sus vidas anteriores como imperfecta sutura. Hay una prohibición latente, pero lo curioso es que en esta relación en ciernes lo arbitrario no incomoda tanto como la realidad de lo casi imposible.
Uno de los mayores logros de este film, del debutante Maxime Giroux, es que mantiene a la clásica relación amorosa bajo parámetros (por definirlo de alguna manera) de un realismo tragicómico a rajatabla. Si parece improbable que Meira pueda romper con la naturalización de su vida religiosa, fortalecida aún más por la conformación de una nueva familia, no resulta menos fácil la situación para Félix, que, si bien criado en un entorno laico, se encuentra atado a las normas casi igual de seculares de la soltería. La ruptura del matrimonio de Meira le permite viajar sola a Nueva York, donde se encontrará con Félix y vivirán una noche de permisividad, de relajamiento de las costumbres; pero nunca emerge el deseado amor sino, más bien, la necesidad urgente de la contención. Las buenas locaciones en Montreal, Brooklyn y Venecia, retratadas en su natural devenir, sin elocuencia, dan un marco apropiado para este moderno romance agridulce.