"Fin de siglo": juego de cruces temporales
Premiado en el último Bafici, fue uno de los títulos nacionales con mayor circulación en festivales LGBTQ durante 2019.
La escena inicial de Fin de siglo deja en claro que las palabras tienen un peso mucho menor que los silencios, las miradas y el lenguaje del cuerpo. Todo arranca con un joven argentino radicado en Nueva York, al que apodan Ocho por una anécdota de la infancia, de vacaciones en Barcelona sin demasiado que hacer. Sus días transcurren entre visitas a museos, caminatas sin rumbo fijo ni apuro por distintos puntos turísticos, tiempos muertos en su departamento alquilado y tardes de solcito tibio en la playa. Es allí donde clava la mirada en otro hombre que, lejos de amilanarse, se la devuelve con seguridad y firmeza. Ambos inician un solapado flirteo gestual con el mar y la arena como testigos silenciosos: uno se va a nadar y el otro inmediatamente lo sigue, aunque manteniéndose a prudente distancia. Sus ojos seguirán buscándose en el agua y una vez afuera, hasta que la partida de uno deja en suspenso el juego de seducción. Pero un nuevo cruce, esta vez con el argentino desde el balcón de su departamento y el otro caminando “casualmente” por esa calle, abre las puertas para la materialización del deseo.
Que todo ocurra en una ciudad europea hermosa, cosmopolita, pensada para la postal y gay friendly invita a suponer que la elegida como Mejor Película de la Competencia Argentina del último Bafici –y uno de los títulos nacionales con mayor circulación en festivales LGBTQdurante 2019– abordará un romance veraniego intenso, efímero y liberado de ataduras, un vínculo afirmado en una indudable química sexual antes que espiritual. El director Lucio Castro prefiere los planos fijos y largos antes que los movimientos bruscos de cámara y la manipulación excesiva en la sala de edición, como si quisiera aportar una dosis de fluidez y naturalidad a una relación en principio fría, trababa, distante. Pero apenas los muchachos empiecen a charlar en la intimidad de las sábanas esa distancia se esfuma, la película adquiere nuevas capas de sentido abriéndose a un juego de cruces temporales donde todo podría ser tanto el recuerdo de una experiencia pasada como una proyección hervida al calor de la fantasía. O, por qué no, el fruto de alguna alucinación insolada.
El recurso es inicialmente confuso y por momentos da la sensación que el resultado final no cambiaría demasiado si se siguiera un orden cronológico. Sin embargo, y a medida que se evidencia que una pata del relato se apoya en lo real y otra en lo imaginado, queda claro que Fin de siglo es mucho más que la historia de amor gay que circula en su superficie. Podría pensarse al primer largometraje de Castro como una exploración de los alcances y la incidencia de lo pulsional en las acciones terrenales, un relato en el que, a diferencia de los de Marco Berger, la concreción del deseo entre ese argentino itinerante (Juan Barberini) y el español (Ramón Pujol) radicado en Berlín por cuestiones laborales que está de regreso en la ciudad para visitar a sus parientes no es un punto de llegada sino de partida para nuevas experiencias y sentires.
A la encamada inicial le seguirá un buen tiempo de charlas y paseos sin hoja de ruta determinada, encausadas únicamente por la curiosidad del uno para con el otro, como si se tratara de remedo en clave gay de Antes del amanecer, de Richard Linklater. Los comportamientos y los dichos de ambos revelan sus auténticos núcleos internos, desnudando un andamiaje en el que se intersectan las aspiraciones, la fragilidad, los mandatos familiares, la soledad, las expectativas afectivas y las distintas aristas de las libertades personales. Desde ya que esas libertades involucran la faceta sexual, en tanto que para Ocho la playa es un punto de encuentro para relaciones casuales y silentes, donde basta con algunas señas para un rapidito entre los árboles: como en El desconocido del lago, de Alain Guiraudie, el agua opera como marco de una liberación plena. Las libertades y esos seres anónimos que quieren dejar de serlo son, pues, la materia prima de una película solapadamente emotiva que deja flotando en el aire respuestas que cada espectador aprehenderá según su propia subjetividad.