Todos los kilos de deseo y de tensión erótica que aparecen en varias películas similares son obviados en la ópera prima de Lucio Castro. Un joven llega a Barcelona y parece ver la vida desde un balcón. Pasea, observa, saca fotos. Más adelante sabremos que es un poeta y que viene desde Nueva York. Cuando elige usar sus ojos como una cámara, distingue a un flaco con una remera de Kiss. Curten sin ceremonias que dilaten la cuestión. Cuando no tienen sexo, hablan de sus vidas en una terraza con una vista envidiable. Es otro jugo el que se le exprime a la ciudad española y que no se nutre necesariamente de la postal turística. En todo caso parte de la subjetividad de un viajero y del pacto de fidelidad implícito en el habla de dos seres que recién se conocen. Del intercambio verbal, también sale el jugo.
Así de concisa se presenta Fin de siglo, con naturalidad en cada plano, sin personajes forzados ni conductas histéricas. Lo que se ve es lo que hay. Sin embargo, detrás de esa lámina transparente cierta información dosificada sobre los protagonistas pone a la trama en una órbita de misterio productivo, pero siempre sin afectar la calma ni el control. Casi imperceptiblemente y sin perder de vista que se trata de una historia de amor, lo fantástico cotidiano comenzará a adueñarse de la atmósfera del relato a través de idas y vueltas en el tiempo que confirman un interesante trabajo de montaje. Entonces aparecen las preguntas sin formularse, lo cual no es un dato menor. Asumir ese riesgo se convierte en una marca diferencial con respecto a otros exponentes de tenor semejante.
Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant