En su ópera prima, Lucio Castro desarma la historia de amor de Ocho (Juan Barberini) con la ciudad de Barcelona para explorar con notables sutilezas las tensiones entre el deseo, los miedos y el tiempo que ya no regresa. Ligera y geométrica, su puesta en escena recuerda la de los directores de juventudes y ciudades como Eric Rohmer, que mostraba el movimiento de sus personajes en el espacio, libres para el azar y agitados por el destino.
Poeta argentino en plan de regreso a Nueva York, Ocho deambula unos días por las calles de Barcelona como parte de una impasse en sus deberes. Visita sus playas, sus recovecos, llevando a cuestas esa soledad propia de los viajeros. Desde el balcón de su casa de alquiler divisa una remera de Kiss e invita a subir a su portador. Ese encuentro con Javi (Ramón Pujol) será la puerta a inesperadas confesiones, a un ejercicio de memoria que convierte toda posible epifanía en virtud cinematográfica.
Castro se atreve a conjugar el sexo, la soledad y la responsabilidad de ser padre en charlas al pasar, vividas a lo largo de 20 años, en ese extraño pasaje entre un mundo abierto de posibilidades y el devenir que exigen todas las decisiones. Aún en el peso literario de las conversaciones, en las citas a la pintura y las referencias al arte, sus personajes encuentran su única presencia en cámara, en el rumbo que emprenden más allá de nuestros ojos.