Cine-teatro musical con el sello de Saura
Hace ya mucho tiempo –más de un cuarto de siglo– que el español Carlos Saura viene incursionando en una suerte de cine-teatro musical. Primero fue a través de Lorca (Bodas de sangre, 1981), Bizet (Carmen, 1983) y Manuel de Falla (El amor brujo, 1986), en los tres casos con la colaboración esencial de Antonio Gades. A pesar de que en esa trilogía lo importante era sobre todo la danza, había todavía un núcleo dramático, del que luego Saura fue prescindiendo, para emprender un nuevo conjunto de films sobre la tradición coreográfica y musical española: Sevillanas (1992) y Flamenco (1995).
La veta resultó tan fecunda y exitosa que Saura decidió seguir explotándola, con el único problema de que ya casi no le quedaba nada por filmar del folklore español, por lo que pasó a otras tierras. Empezando por Buenos Aires, que sufrió el embate de Tango (1998), una de las aventuras más desafortunadas del cine en la música porteña, y siguiendo por Lisboa, en Fados (2007), donde Saura, quizá para evitar una guerra fronteriza, se mostró más respetuoso de la cultura lusitana.
Su nueva película, Flamenco, flamenco, representa un regreso a los orígenes, no sólo por la música y los intérpretes, sino también por la manera de abordarlos. El recurso es un poco el mismo de la primera Flamenco, rodada tres lustros atrás: un estudio vacío, vestido apenas por pantallas y transparencias, frente a las cuales la cámara del director ubica a sus intérpretes. Si los dejara cantar nomás, sería no sólo lo ideal, sino lo indispensable, porque por su propia naturaleza –esencialmente dolida y sanguínea– el flamenco pide que se lo escuche con atención y recogimiento, para disfrutar de la vitalidad de su música y de la sabiduría de sus letras. Pero, como si quisiera marcar su presencia, decir que es él y no otro cualquiera quien está allí, detrás de las bambalinas, y que tiene como director de fotografía al virtuoso italiano Vittorio Storaro, Saura no se queda quieto: desplaza a veces innecesariamente la cámara o proyecta rojos soles andaluces de cartón pintado detrás de sus intérpretes.
No es grave, sin embargo, porque allí delante está lo que verdaderamente importa: los intérpretes que todo fanático del flamenco no se querrá perder, una suerte de antología de la actualidad del género, que va desde los artistas decanos, ya históricamente consagrados (Paco de Lucía, Manolo Sanlúcar), hasta las figuras de las nuevas generaciones, empezando por Estrella Morente y siguiendo por Tomatito y la “bailaora” Eva “Yerbabuena”, entre muchas otras.
Cada espectador sabrá encontrar su número predilecto, pero parece difícil no detenerse en dos o tres en particular, quizá porque son los más sobrios, los más severos, los más auténticos si se quiere. El “cantaor” Miguel Poveda, acompañado únicamente por dos palmeros golpeando una mesa, hace magistralmente el martinete “Esos cuatro capotes” bajo la mirada atenta de viejas glorias del flamenco, que lo juzgan a través de afiches de antiguas películas, como Lola Flores, en La Faraona. La veterana María Bala, hace sola, a capella, plantada como un tótem, una espléndida “Saeta”. Y José Mercé, ayudado apenas por el grave, fatal repique de un yunque, pone la piel de gallina en “Alevántate”. Aunque más no sea por este puñado de números, nadie que valore el género querrá perderse Flamenco, flamenco.