En algún lugar
el tiempo y la distancia
ya no existen para mí,
lo dejé todo, aunque todo
lo recuerdo muy bien
y a fuerza de partir
voy a saber lo que es volver
y volver, ¡uh! Volver.
NO PROFANAR EL SUEÑO DE LOS MUERTOS
Flash no es la primera ni la última película que combina los vocablos “superhéroes” y “multiverso”; de hecho tiene la desventaja de compartir cartelera con otra que la supera en todos los aspectos (Spider-Man: a través del Spider-Verso). Sin embargo, algunas de sus ideas -porque, contra toda subestimación, se trata de una película conceptualmente sólida- me llevaron a pensar en otra película ajena a los superhéroes, pero también enmarcada en el género de ciencia ficción: Ready Player One, de Spielberg. Allí, el director afinaba una estrategia qué tenía sus antecedentes en su propia Jurassic Park, veinticinco años antes: la resucitación de algo caduco (los fósiles de un imaginario pop nostálgico) a través de la tecnología (las imágenes digitales, primero en connivencia y luego en reemplazo de los efectos visuales prácticos) para capitalizarlo en el presente (muñecos de velocirraptores o renovado interés del público joven en franquicias del pasado).
En ambos casos, la ironía -no exenta de cierto cinismo- era que tanto Ready Player One como Jurassic Park cuestionaban su propia condición de existencia, tanto dentro como fuera del relato de ficción: la codicia corporativa por resucitar lo muerto manteniéndolo domesticado, inofensivo, inalterado. Sin embargo -ya lo decía Ian Malcolm- la vida se abre camino, y aquellos dinosaurios pensados como atracciones turísticas podían revelarse y evolucionar de la misma manera que aquellos personajes del pasado que pululaban Ready Player One, reducidos a meros avatares vaciados de sentido, podían unirse para batallar por un mundo (un poco más) real. De cualquier forma, al final del día, el atractivo de ambas películas seguía siendo el mismo: cuando vemos una nueva Jurassic Park es para ver dinosaurios, y parte del interés de Ready Player One reside todavía en esas imágenes digitales atiborradas de memorabilia geek.
Este rodeo por la filmografía de uno de los padres del blockbuster contemporáneo me permite volver a Flash pensando en una lógica de rupturas, pero también de continuidades. Echar mano del concepto de “multiverso” (que existe hace muchos años en el campo de las historietas) responde, obviamente, a una estrategia para renovar el interés ante la inminente fatiga en torno al cine de superhéroes. Como recurso narrativo, el Multiverso habilita la recuperación de motivos, decorados y actores de películas del pasado -en este caso Michael Keaton, el Batman/Bruce Wayne de las películas de Tim Burton- y su interacción con los actuales, como si se tratara de desempolvar antiguos muñecos y hacerlos interactuar con los nuevos en el juego infantil (no olvidemos, por favor, cuál es el principal público destinatario de este tipo de películas). La diferencia es, claro está, que el juego del niño no conoce de contratos, agendas y conflictos de derechos: el niño juega, y punto. Es así como el niño que tiene dos Batman, un He-Man y un Ken no necesita excusas para ponerlos a compartir una aventura emocionante mientras que esta operación tan simple implica, para un estudio millonario, una sucesión de piruetas narrativas, económicas y legales interminables antes de poder filmar un solo plano de dos muñecos dándose piñas. Será que la adultez es -también en estos casos- abrazar la burocracia.
Existe entonces, en el Multiverso como estrategia narrativa y comercial (en esta escala de producción, indisolublemente imbricadas), una lógica de absorción y acumulación: son el niño hijo de padres ricos, engrosando su colección de juguetes. También hay una lógica de resucitación, rescatando del pasado -como en Ready Player One– un imaginario nostálgico. Pero, a la vez que señalé la continuidad señalé, también, la ruptura. Una ruptura que consiste en volver literal aquello que era simbólico. Flash no sólo rescata el pasado a través de sus actores vivos: también resucita -literalmente- a los muertos. En una secuencia de la película, los mundos que integran el multiverso entran en colisión y vemos un aluvión de rostros conocidos: entre ellos están Adam West y Christopher Reeve, resucitados en prístina semblanza con la misma tecnología que prolifera en Instagram y TikTok; un universo vasto poblado por fantasmas digitales que se reciclan borroneando ya no los límites entre lo virtual y lo real, sino entre la muerte y la vida. ¿No es una gran ironía que Flash, cuyo guion plantea la necesidad de aceptar la muerte para abrazar la propia vida, ponga tanto énfasis en recrear el rostro de los muertos?
Como el blockbuster marca Spielberg, Flash es un bucle de sentido que, a la vez que critica la propia lógica de creación, la explota. Cuando Barry Allen (Ezra Miller, en un doble papel genial que le augura un enorme futuro si logra subsanar un tendal absurdo de alarmantes episodios) descubre que puede utilizar sus poderes de supervelocidad para regresar en el tiempo, no titubea en evitar el asesinato de su madre (encantadora Maribel Verdú), que mantiene a su padre (Ron Livingston, calidísimo) en la cárcel, acusado de su asesinato. La decisión de Barry provocará la fractura de su realidad, dando origen a otras nuevas -como lo explica una ingeniosa metáfora hecha con ¡fideos!- y reconfigurándola de manera irremediable. En tiempos de blockbusters donde ninguna alteración parece definitiva (y a pesar de que Flash tampoco escapa del todo a esta tendencia), el relato se atreve a postular que la apertura de posibilidades arrastra siempre la imposibilidad de una restitución: las acciones tienen consecuencias, y (parafraseando a la competencia) un gran poder, implica una gran responsabilidad. Todo esto, mientras vemos a un Nicolas Cage hecho por computadora vestido de Superman peleando contra un araña, en un cameo pensado para un nicho minúsculo.
La contradicción es apasionante e interminable, por momentos tan aterradora como el verdadero villano de esta historia, el Flash Reverso: aquel que -en la ambición de controlarlo todo- termina desnaturalizándose, abrumado por el pasado. Asimismo, la mesa directiva de DC se obsesiona por incorporar hasta la última referencia, hasta el último guiño, mientras nuestro compatriota Andrés Muschietti y la guionista Christina Hodgson consiguen algo casi quimérico honrando elementos que, a esta altura, no constituyen ninguna sorpresa: la calidad de sus intérpretes, la transparencia de sus conflictos y su decisión de hacer lo correcto incluso en el contexto más adverso, porque eso es lo que hacen los héroes. De alguna manera, Hodson y Muschietti consiguen extraer de un maremágnum de referencias, inquietantes rostros digitales y algunos FX francamente garabatescos un cuento sencillísimo, coherente y con algunos momentos de lograda emoción (la voz de Rosalía como aliada en un momento clave) sobre el duelo como paso necesario para reafirmar la propia identidad y habitar el presente: al fin y al cabo, no hay nada más contradictorio que correr hacia atrás.