El desembarco de Andy Muschietti en el universo DC regala una potente, pero tonta, película que se apoya en la nostalgia y el recuerdo de algo que ya no es para revelar que a veces el héroe de la historia es el director, el cine, y no el personaje.
“The Flash” arranca con un Barry Allen famélico intentando alimentarse para poder, en el caso que se lo requiera, ayudar en la ciudad castigando a los criminales. En la cafetería que intenta adquirir sus alimentos un empleado un tanto particular le retrasa su ingesta por lo que en el medio de su pedido debe salir “corriendo” para salvar a un grupo de personas en situación de alerta extrema.
Esas primeras pinceladas de Allen, encarnado sin gracia ni pasión por Ezra Miller, permiten situar en tiempo y espacio al protagonista, para luego comenzar a transitar un relato que se nutre de la multiplicidad de universos, planteadas en Flashpoint, el comic en el que se inspira, para correr la mirada hacia justamente el universo DC sin seguir de cerca la transformación y avance de Allen.
Muschietti se vale de todos los recursos habidos y por haber para narrar su cuento, sabe cómo y tiene con qué, pero por momentos ese correr la mirada hacia otro lugar, sorprendiendo con participaciones maravillosas como la de Michael Keaton como Batman, el primero que se puso el traje en los años noventa y logró una marca de fuego en muchas generaciones, Supergirl (Sasha Calle) entre otras, que terminan opacando a Flash.
Más allá de este punto, su espíritu ochentoso, su cuidada banda sonora y estética, proponen un entretenimiento ideal para fanáticos, que dejará afuera aquellos que no conocen mucho de comics, DC, y demases.