Florence, la mejor peor de todas es una película de equilibrista: Stephen Frears cuenta la historia de los manejos y las mentiras que permiten que una mujer que canta horrible sea escuchada por mucha gente, y lo hace sin reírse nunca de su protagonista y sin transformarla sumariamente en una víctima triste (aunque la biografía de la Florence real sea un catálogo interminable de tristezas). El director recorre un terreno incierto y consigue mantener desde el comienzo una inestabilidad dramática poco frecuente: el guion y la puesta en escena hacen malabares para dar cuenta del ridículo al que se somete Florence, pero con el cuidado de no incurrir nunca en el miserabilismo, aunque haya que mostrar, por ejemplo, las burlas de las que es objeto por una buena parte de su público, o sea necesario señalar con claridad los momentos más brutales de sus performances. La apuesta de la película parece arriesgada: es común que el cine torne fascinante a un villano, pero mucho menos habitual es que se trate de imbuir de interés a un personaje como el que tiene a su cargo Meryl Streep, una mujer mayor pero añiñada, un poco tonta, encerrada en sus fantasías, ajena a lo que ocurre en su entorno e incapaz de percibir su falta absoluta de talento. Por eso es que el centro de la película lo constituyen tanto Florence como St. Clair, el esposo abnegado capaz de fabricar el más elaborado de los engaños con tal de cumplir los caprichosos de su esposa. Hugh Grant, además de uno de los mejores actores del mundo, es un especialista de las máscaras: en una escena inicial, St. Clair acuesta a Florence, comentan su desempeño en un tableaux vivant, él le recita hasta que ella se duerme. Ni bien termina ese ritual encantador, se pasa a otro más realista: St. Clair controla el pulso de Florence, y junto con la sirvienta le sacan la peluca y le colocan un pañuelo. Ese momento breve funciona como clave de lectura de toda la película: el esposo, a veces cándido, otras tirano, oficia de director de una gran puesta en escena que le posibilita a Florence seguir interpretando el papel de una cantante querida y respetada, a pesar del deterioro causado por la sifilis a lo largo de casi cincuenta años. Una buena parte del relato se va en seguir la conspiración organizada de manera obsesiva por St. Clair, y la tensión surge mayormente de las contingencias no contempladas en su plan, como la presencia inesperada de un crítico que, a diferencia de sus colegas, no acepta vender su opinión. La película desvía sutilmente su foco de Florence hacia St. Clair y pasa a narrar las dificultades que supone blindar a la mujer de la realidad durante un concierto a beneficio de veteranos de guerra en el Carnegie Hall. El guion nos ubica tan cerca de la pareja, y en especial del marido, que tememos por él y por el éxito de sus engaños, a pesar de que el hombre se comporta como un dictador que no vacila en manipular voluntades y corromper a cualquiera. Frears y el propio Grant le imprimen a St. Clair un encanto inigualable que lo hace merecedor de la simpatía del espectador a pesar de todo, incluso de su relación extramatrimonial. Ya es hora de hablar en extenso de la sonrisa de Hugh Grant, tal vez uno de los inventos actorales más sofisticados del cine actual que el inglés es capaz de utilizar con fines múltiples, incluso para deformar el rostro en un instante de conmoción y llanto contenido. Sonrisas que dejan ver lágrimas, cantantes que no dan bien una sola nota pero igual que reciben ovaciones y una comedia de aliento clásico que no esconde su tristeza profunda: Florence… es una película inestable que sabe jugar con la ambigüedad y transformarla en una forma de mirar.