Culto a la trascendencia
Hace poco tiempo una película francesa recorrió la cartelera local: se trata de la galardonada Marguerite (2014) de Xavier Giannoli, inspirada en la historia de Florence Foster Jenkins, una aristócrata de primera mitad del siglo XX con aspiraciones a soprano aunque de voz espantosa. Muy lejos del film francés, Florence (2016) es una biopic basada directamente en la mujer real, que pretende dar una visión romántica y pasional del suceso, con Meryl Streep y Hugh Grant en los protagónicos.
Para satisfacer a su esposa Florence (Meryl Streep), St Clair Bayfield (Hugh Grant) controla las presentaciones hogareñas de su mujer realizadas en pequeños círculos cercanos para evitarle el fracaso y la humillación del público. El problema surge cuando Florence decide dar el salto a un escenario mayor con público masivo. Su voz será difícil de callar.
La película dirigida por Stephen Frears (Philomena) es un relato de narración clásica sobre la mujer en cuestión. Para hacer notar la farsa que estamos a punto de presenciar, el director recurre en primer lugar al artificio de la puesta en escena para evidenciar la hipocresía de clase, tanto en las aspiraciones de cantar de Florence como en su matrimonio. En esa mentira a ocultar suceden los momentos graciosos del film, al modo de una comedia de enredos en donde los equívocos se precipitan unos tras otros hasta develarse la inevitable verdad.
Sin embargo, Stephen Frears parece decirnos que detrás de toda gran mentira se esconde una verdad, manifestando otra característica de la narración clásica: poner el foco en las intenciones siempre nobles de los personajes, mostrándolos buenos e incluso pasionales en sus actos. De este modo los rescata del desprecio que puedan generar per se y los convierte en ejemplos de vida por su actitud frente a la adversidad (e incluso ellos mismos se creen su propia mentira con el tiempo). La empatía generada en el espectador por este estilo narrativo fluctúa del personaje de Hugh Grant al de Simon Helberg, el particular pianista Cosme McMoon cómplice del engaño. Complicidad que minimiza el hecho y lo transforma en un dato de color.
El otro elemento clásico es el suministro de información hacia el público. El público dentro y fuera de la película -nosotros mismos- es inducido al espectáculo de Florence mediante la presentación de su esposo. Quienes no se dejen llevar por la descabellada propuesta son sobornados e incluso apartados de escena. Los críticos de arte se dividen entre los que aceptan coimas y los inquebrantables, teniendo estos últimos un poder de persuasión absoluto sobre la platea (cuestión difícil de imaginar incluso en esa época). Por último vemos al público responder al estimulo ya no artístico sino emocional que la pasional Florence despliega en el escenario (emociones que el crítico insobornable no puede captar) con el cual el film pretende generar empatía al espectador contemporáneo -ahora si nosotros-, en el rescate de personajes defenestrados en su momento pero devenidos “de culto” con el tiempo.
Como buen ejemplo de clasicismo, la historia de Florence Foster Jenkins es coloreada en esta biopic que deja los datos duros de lado y carga de emotividad y admiración al personaje a homenajear. Ahora, si es un personaje merecedor o no de un homenaje, es una discusión externa a la película.