Stephen Frears recrea con maestría el mundo feliz de una figura inigualable
Quinta película seguida de Stephen Frears basada en hechos reales luego de Lay the Favorite, Muhammad Ali's Greatest Fight, Philomena y The Program (sólo Philomena se estrenó en cines en la Argentina). Más allá de algún desliz como Negocios entrañables, Frears es uno de los más confiables directores europeos en actividad, con picos en su carrera como Alta fidelidad, La reina y Relaciones peligrosas, y no defrauda en absoluto en Florence.
Dicho con mayor justicia, Frears hace una película de un brillo especial, hasta anacrónico en el mejor sentido posible, con una historia llena de riesgos: nos cuenta sobre Florence Foster Jenkins, dama de alta sociedad y animadora cultural en la Nueva York de fines de la Segunda Guerra Mundial. 1944: el año anterior a que todo fuera distinto, del fin de la guerra y del inicio de un notable período de aceleración de cambios en la sociedad occidental.
Pero todavía estamos en el mundo previo, el de Florence, el del mecenazgo extravagante, noble, lúdico y un poco caprichoso; el mundo de ella y su marido St. Clair Bayfield, un lazo especial, respetuoso de la historia dolorosa de Florence, que Frears cuenta sin caer jamás en ninguna crueldad, en ningún patetismo. Como dice St. Clair, su mundo es uno feliz.
Florence es una película sobre un microclima con sus propias reglas de etiqueta, que incluyen comer mucha ensalada de papas y disimular de la manera más ingeniosa y elegante posible que Foster Jenkins canta muy mal. Sin embargo, hay algo claro: no es cualquier tipo de mal canto, es un mal canto único, proveniente del deseo, hasta carismático, refrendado por la historia real. Los detalles históricos de los créditos nos hacen pensar que Frears no exageró nada.
Frears se enmarca en la comedia clásica hollywoodense para contar una historia agridulce, en un tono que se ubica en una complicada cornisa y que el inglés sabe manejar con una destreza impecable, con una particular prestancia.
Frears cuenta amores de distintos alcances, lealtades ya dadas y otras que se construyen, y emociona mientras nos reímos cada vez más junto con los personajes, porque entendemos y hasta abrazamos el juego de ese mundo. Frears narra y a la vez describe sin detenerse jamás, su cine huye del quietismo. Y para conseguir esa velocidad amable y para escapar de cualquier obviedad enfática sin perder comunicabilidad cuenta con un elenco al que llamar de lujo y en pleno uso de gracia cinematográfica es caer en un understatement.
Meryl Streep ya no es una actriz, son capas y capas de sabiduría actoral; Hugh Grant demuestra una vez más que es el heredero del Cary con su mismo apellido; Rebecca Ferguson repite el encanto de la última Misión: imposible y Simon Helberg (The Big Bang Theory) juega el papel más desafiante, el que cambia durante el relato, el que acompaña nuestra mirada, el novato que llega a ese mundo.
Por último, como Frears maneja las claves simbólicas con seguridad, la línea del relato del periodista que quiere "decir la verdad" -de rica ambigüedad- puede permitirse remitir con claridad a El ciudadano. Además, el periodista en cuestión es interpretado por Christian McKay, quien hizo de Orson Welles en Me and Orson Welles, de Richard Linklater.