Meryl, cada día canta peor (mejor)
El veterano director de Ropa limpia, negocios sucios, Relaciones peligrosas, Alta fidelidad, La Reina y Philomena reconstruye (de la mano del despliegue histriónico de Meryl Streep) la historia real de la mecenas y "cantante" Florence Foster Jenkins en la Nueva York de las décadas de 1930 y 1940. Una comedia que apuesta a la farsa con resultados correctos, en la línea de la reciente aproximación al mismo personaje que el francés Xavier Giannoli había concretado en Marguerite.
Basada en la vida real de Florence Foster Jenkins, una mecenas artística en la Nueva York de las décadas de 1930 y 1940, Florence, la "mejor" peor de todas es una buena ocasión para reflexionar sobre el poder de la música y el poder del dinero.
Sobre la primera, sin duda es la música quien mantiene activa y vital a esa mujer con cierta edad y muy precaria salud (en el cuerpo de Meryl Streep), quien dedica la fortuna heredada a difundir expresiones clásicas por medio de su club privado, organizando recitales y conciertos. Todos regados de buena comida, bebida y regalos. Siendo ella una soprano de coloratura, también se anima a dar recitales, que un marido abnegado y bondadoso (el manierista Hugh Grant, aquí más calmado) ampara y protege desde su planificación, pasando por controlar la entrada sólo a los amigos incondicionales, e impidiendo el acceso a quienes pudieran emitir juicios adversos hacia esa mujer que de buena cantante no tiene nada, sino al contrario. Él mismo ha sido un actor mediocre y su mujer, sin saberlo, ha replicado su gesto: ocultar las reseñas que hayan podido serle adversas.
Su dinero le ha servido para que una corte de amigos e interesados seguidores le hicieran creer que está dotada de buena voz, y es su dinero también el que le ha permitido grabar discos y fantasear con una carrera artística. Pero todo cuidado por mantenerla en ambiente privado que la proteja de la crítica sucumbe cuando Florence decide dar –gracias una vez más a su dinero- un recital en el Carnegie Hall, nada menos.
El film no disimula su intención farsesca. Al ridículo de las performances de esa cantante desafinada se suman su vestuario, tan exótico como abigarrado, la obsecuente conducta de sus amigos, el carácter de las actuaciones. La película busca la risa pero también se ríe de sí misma. Sigue en gran medida el punto de vista del pianista y partenaire de Florence, Cosmé McMoon, interpretado por Simon Helberg, un gran comediante. Tan gracioso como sus empleadores, McMoon toma inmediata conciencia del incómodo lugar en que lo deja su rol, que amenaza con ridiculizar y arruinar en consecuencia su carrera profesional. Pero ¿cómo negarse a un sueldo suculento y a tocar en el Carnegie Hall? Acepta las reglas del juego y deviene un colaborador del marido en sus aventuras matrimoniales, y de las otras. Filmada en Inglaterra, la reconstrucción de la Nueva York de época en estudios y por computadora es estupenda.
Igual que su personaje, la actriz Meryl Streep no conoce descanso. A su interpretación de Margaret Thatcher, de la Miranda de El Diablo viste a la moda, agrega esta de Florence a la galería de mujeres poderosas, decididas a hacer su voluntad aunque el mundo les sea adverso.
Las performances de la real Florence han merecido un film anterior, Marguerite, de Xavier Giannoli, un musical en Londres y videos que pueden escucharse en YouTube para evaluar los aullidos con que ataca sus coloraturas. Stephen Frears le dedica un retrato realizado con cariño, buscando en todo momento la diversión del espectador en una pelíula menor y de puro entretenimiento denro de su prolífica filmografía. Aquí todos los personajes son nobles, planos, sin matices, estereotipados: ella en primer lugar, ingenua en el uso de su poder; el marido, leal y devoto chevalier servant aunque mantenga una vida paralela; el fiel pianista, e incluso el crítico que no se deja corromper por un puñado de dólares. Como el personaje, este film no es para jóvenes irreverentes sino para aquellos incondicionales seguidores de Meryl.