Las reglas de la música culta.
Menos de un año después del estreno internacional de Marguerite (2015), del realizador francés Xavier Giannoli, la historia de la cantante y mecenas musical Florence Foster Jenkins regresa al cine de la mano del director inglés Stephen Frears. A diferencia de la versión libre francesa que trasladaba la acción a París en el período de entreguerras y en medio de la efervescencia vanguardista, la versión británica se sitúa en Nueva York a mitad de la década del cuarenta, a fines de la Segunda Guerra Mundial, respetando así el relato del documental de Donald Collup, Florence Foster Jenkins: A World of Her Own (2007).
Tras varios años como promotora de su salón, The Verdi Club, Florence (Meryl Streep), una melómana de gran fortuna, decide volver a tomar clases de canto con el profesor más importe de Estados Unidos tras un largo paréntesis debido a sus dolencias producto de la sífilis contraída en su juventud. Su esposo St. Clair Bayfield (Hugh Grant), un actor shakesperiano de escaso talento que mantiene con ella una relación de tierno amor platónico, la alienta en todo momento en cada una de sus aventuras musicales. Para sus clases ella decide contratar a un joven e histriónico pianista, Cosme McMoon (Simon Helberg), que pasa rápidamente de la euforia -por las atractivas condiciones de su contrato- a la preocupación por su reputación debido a una simultaneidad de aberraciones de tonalidad y ritmo que confieren a la voz de Florence una particularidad grotesca, generando más una situación cómica que una comunión estética catártica.
La historia, adaptada por el guionista Nicholas Martin, logra cautivar al igual que el personaje de Florence por su pasión y su dedicación a la música en contraste con la adulación de toda la corte de celebridades, entre las que se encuentra el director de orquesta Arturo Toscanini, que busca el apoyo económico de Jenkins pero la ignora cuando ella lo busca a él para que la escuche. Frears y Martin exponen con una ironía amable las reglas estéticas y económicas de la música, siempre con su esnobismo y su componente de clase. La asistencia a los conciertos de Foster Jenkins funciona así más como un evento social de posicionamiento e intercambio de favores que como un acontecimiento estético y musical.
Pero Florence no se queda en esta denuncia de la miseria de los artistas por conseguir patrocinio y de un público ignorante y patético sino que se posiciona al igual que su predecesora, Marguerite, del lado de la melomanía, rescatando la figura de la cantante y su cálido aunque ilusorio entorno y colocando al amor y la emoción por sobre la desgracia y los falsos aduladores.
El último film de Frears consigue de esta manera -a través de las enormes interpretaciones de Meryl Streep, Hugh Grant y Simon Helberg- despertar nuevamente la polémica al igual que en Philomena (2013) al indagar en un episodio interesante y contradictorio de la historia de la música, del que el director se vale para desmenuzar las máscaras de época mediante una dialéctica que varía entre la sordidez y la belleza de la escena musical neoyorquina durante el último conflicto bélico mundial.