Todo por el aplauso
Relatos como el de Florence Jenkins son parte del vasto repertorio de fantasías y mitos que tanto nos fascinan del mundo del espectáculo. La epopeya de una mujer con la ausencia total de talento para el canto lírico, que aún así logra cumplir su sueño de actuar en vivo recibiendo el cariño de miles de personas, y encima en uno de los teatros más representativos de Nueva York, es el equivalente al status de culto que posee actualmente Ed Wood como el peor director de la historia.
Florence, la mejor peor de todas (2016) significa un verdadero desafío para el realizador inglés Stephen Frears – tras la multipremiada Philomena (2013) –, poder no sólo recrear las particulares circunstancias en las que Jenkins se convirtió en un ícono popular de la década del 40’, sino diferenciarse de las exitosas adaptaciones teatrales y su reciente reinterpretación francesa (Marguerite, 2015) sin caer en la mera ridiculización del personaje únicamente al servicio del efectismo de la comedia.
A la par de la historia real, Florence Foster Jenkins (espectacular Meryl Streep) es una acaudalada mujer con el sueño de triunfar como actriz y cantante de ópera. El problema es que su canto es lo más cercano a los graznidos de un ganso y su interpretación escénica tiene la misma trascendencia que una figura de cartón. De todas formas, sus actuaciones tienen un tenor de misterio dentro de la elite artística neoyorkina y cada vez que ella se presenta en alguna sala (siempre pagada con su heredada fortuna) las funciones reciben solamente elogios por parte de los chupamedias de siempre.
Periodistas codiciosos, interesados personajes ilustres del ambiente musical, amigos aristócratas, todos participan a la hora de aclamar los alaridos de la protagonista en el escenario como si fueran coros angelicales. Esto se debe en gran medida a los suculentos sobornos y donaciones que realiza su marido, un tal St. Clair Bayfield (Hugh Grant), que a pesar de haber fracasado como artista – más específicamente como actor – se dedica a tiempo completo a mantener un mundo de ilusión para Florence que le haga creer que tiene una voz y condiciones maravillosas, y de paso aprovecha para vivir cómodo con una amante en un departamento alquilado por su ingenua esposa.
Sin embargo, a ella no le alcanza con actuar en teatros pequeños y con poca gente. Ella quiere cantar a gran escala, demostrarle a todo el mundo ese talento que tanto le enaltece su público selecto. Es así que decide prepararse un poco mejor y contrata como pianista acompañante al joven Cosme McMoon (Simon Helberg), con la intención de presentarse en el célebre Carnegie Hall y que el mundo del arte por fin la conozca. El único inconveniente es que en este caso es imposible sobornar a todo el auditorio, lo que significa que por primera vez los espectadores van a ser totalmente francos con las pobres aptitudes vocales de la señora Jenkins.
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Frears nos hace cómplices de esta fantasía feliz en la que vive Florence, rodeada de celebridades del mundo del espectáculo y halagadores compulsivos que sólo buscan su amistad para financiar sus propios proyectos. Algo que dota al personaje de una ternura tal que hace empaticemos inmediatamente con sus delirios de diva y su impetuosa necesidad por encajar en el esnobismo de la música, pero sin dejar de sentir vergüenza ajena cada vez que comienza a cantar.
Son esos momentos de risa culposa, en donde la adorable incompetencia de la protagonista en el escenario nos da la pauta de que Maryl Streep ya sobrepasó un límite de perfección en cuanto a solvencia actoral. Es increíble – y al mismo tiempo ya no sorprende teniendo en cuenta su record de premios y nominaciones – ver cómo se las sigue ingeniando para reinventarse a nivel interpretativo y logra recrear personalidades tan únicas y dispares como el rol de turno se lo requiera. La absurda facilidad con la que puede emular los chillidos de Florence cantando ópera, sólo se puede comparar con la complejidad que le otorga al personaje cuando se va conociendo poco a poco su penoso pasado.
Aunque Meryl Streep no está sola, Hugh Grant y Simon Helberg son los dos otros ejes principales en los que se asienta la comedia cada vez que les toca ser testigos silenciosos de la egolatría de Florence. Aquí Helberg demuestra una vez más lo versátil que puede ser como actor y comediante, poniéndose en la piel del tímido y apocado pianista Cosme Mcmoon, un rol muy distinto al sexualizado Howard de la ya gastada sit-com The Big Bang Theory. Por otra parte, Grant repite su clásico lugar común de inglés seductor, el cual interpreta casi de memoria entre película y película. Sin embargo son esos mismos modismos de británico sofisticado y pedante, los que hacen de su personaje y sus motivaciones algo interesante de ir descubriendo a lo largo del argumento. Y con el atractivo de posicionarse como una parodia del llamado porte Roger Moore que lo hace aún más divertido de ver. Sin dudas este es uno de sus mejores papeles en años.
Por último hay que rescatar el gran despliegue artístico que conlleva una producción y elenco de estas características. De esta manera, podemos apreciar una ambientación excelsa que representa a la perfección el vocabulario, la estética e impronta exitista de la década del 40’, un periodo convulsionado por la vorágine de la caída del nazismo y la revalidación de la industria del cine y el teatro norteamericano como el canon artístico occidental. En ese contexto de entusiasmo patriótico de la posguerra es que la absurda historia de Florence Jenkins deja de ser una simple comedia y se convierte en un documento de época.
Porque si bien la historia de “la peor cantante de ópera que pudo ver el Carnegie Hall” esta ficcionalizada para coincidir con los criterios estilísticos del cine, es el encanto poético del personaje de Florence lo que hace que al final terminemos admirando su incondicional pasión por la música. Aunque la interprete con la peor de las aptitudes.