Bravo por ella
Meryl Streep no sólo cuando canta mal está soberbia en un filme sobre el amor, la ambición y el arte.
Es en realidad una tragicomedia. Cada uno lo verá como quiera. Cómica, pero también conmovedora y venenosa, Florence, la mejor peor de todas recuerda a Ed Wood, de Tim Burton. Si el cineasta que personificaba Johnny Depp se creía supremo -y fue de los peores de la historia-, la señora de alta alcurnia Florence Foster Jenkins, soprano, no le iba en zaga.
Para nada.
A diferencia de la reciente Marguerite, de Xavier Giannoli, que tomaba libremente la historia original y la transportaba a otra época (años ‘20 y en Francia), en la que la edad de los personajes era similar y el amor del esposo por la pésima soprano era hasta conmovedor, aquí las cosas son un poco más, digamos, ambiguas.
Porque St Clair Bayfield (Hugh Grant) es un actor británico que vio una oportunidad única casándose con Florence, y se aprovecha de la situación. No consuma el matrimonio, tiene una amante que vive en un departamento cercano al hotel donde duerme Florence -que se lo paga-, y mantiene las apariencias hacia afuera y hacia adentro como puede.
De todas formas, el núcleo es Florence, la heredera adinerada que fue patrona de las artes y que, aunque le hayan sugerido que cantar no es lo suyo, arremete con ser soprano y, como nadie le dice que no puede mantener una nota, la aplauden, está convencida de que lo suyo es arte.
Florence sigue casi al pie de la letra los hechos verídicos, con los ensayos que la protagonista realiza con el pianista Cosme McMoon (Simon Helberg, Howard en The Big Bang Theory). Florence actuaba para conocidos, o miembros de The Verdi Club, que ella misma fundó y financió en Nueva York, y en esas veladas paquetas nadie objetaba a viva voz nada. Si se reían era a escondidas.
Pero Jenkins tiene preparada una sorpresa a su marido, ya que arregla una función de gala en el mismísimo Carnegie Hall, que resultará legendaria. Allí a Bayfield le resulta imposible sobornar a todo el mundo -críticos incluidos, como hacía-, menos a los soldados que regresaban de combatir en Europa en la Segunda Guerra Mundial y a los que Florence invita muy contenta y resuelta.
Snobismos al margen, y conveniencias puras también, Stephen Frears utiliza estos temas para discutir también sobre el amor verdadero, los principios, la ambición, el arte y el valor del dinero -que aquí mueve a más de uno a hacer cosas impensadas-.
Porque todos los que están alrededor de Florence lo están por dinero. No tiene una amiga, una confidente; su esposo le dice “conejita” y la cubre y la cuida de quienes se mofan. Vive casi como Truman en The Truman Show.