LA MENTIRA ES UNA FORMA DE FELICIDAD
Mi abuela ya tiene 90 años y, obviamente no es la misma de otros tiempos. Ultimamente la apodo “Dory”, en referencia al pececito con problemas de memoria a corto plazo de Buscando a Nemo y Buscando a Dory, porque en ciertas ocasiones dice o pregunta las mismas cosas tres o cuatro veces en lapsos de no más de diez de minutos, lo cual no deja de tener sus ventajas, porque está piola que te digan como ochenta veces “te quiero mucho” o “sos tan linda” ochenta veces en una hora, inevitablemente te sube la autoestima. Pero aún se mantiene bastante lúcida y, principalmente, dulce. Entonces todo pasa a tratarse de mimarla en la medida de lo posible, de cuidarla, de tenerla un poco entre algodones, de conservar un ambiente de felicidad alrededor suyo. Para eso, claro está, todos debemos jugar un papel, incluida ella: hace un par de días le comuniqué que me había sacado 10 en un parcial y, en vez de encontrarme con su fiesta habitual, recibí una tibia felicitación y no mucho más. Estaba de malhumor, era notorio. Pero ese traspié duró poco: apenas un par de horas después me llamó por teléfono, con una catarata de felicitaciones y declaraciones de amor. “Si querés, salgo a la calle a gritar que te quiero”, me dijo, a lo que yo le contesté “mientras no salgas desnuda…”. Indudablemente, ella es consciente de que también tiene su papel, que ella también debe aportar al clima de felicidad.
Cuento todo esto porque Florence, la nueva película de Stephen Frears, gira en buena medida alrededor de cómo se construyen estos mundos felices y el papel nada menor que juegan en ellos la artificialidad o directamente la mentira. “Nosotros vivimos en un mundo feliz”, afirma un par de veces -casi como una declaración de principios- St Clair Bayfield (Hugh Grant), quien ayuda todo lo posible a su esposa, Florence Foster Jenkins (Meryl Streep), a concretar su sueño, que es convertirse en una cantante de ópera y brindar un concierto en el Carneggie Hall. Ese sueño es en verdad imposible de concretar, porque Florence será rica y culta, una tremenda apasionada de la música y una mujer muy tenaz, que ha sido capaz de continuar adelante con gran vitalidad a pesar de estar enferma de sífilis desde hace décadas, pero también es portadora de una terrible voz, de esas voces que lastiman oídos y provocan risa al que la escucha. Pero allá va St Clair, a concretarle su sueño, aunque todo el universo que va delineando alrededor sea una gran mentira, de la que participan cada una de las personas que se cruzan con Florence, empezando por el joven pianista Cosme McMoon (Simon Helberg), quien es deglutido por esa acumulación de pequeñas y grandes mentiras, hasta abrazarlas y creerlas por completo.
Para Frears, un realizador preocupado a menudo por los límites entre las verdades y las mentiras y las superficies de artificio -ver, por ejemplo, Doble o nada-, y que últimamente, a partir de films como La reina o Philomena, hace foco en la vejez como una etapa de nuevos desafíos, que el relato de Florence esté basado en hechos reales no le sirve sólo como justificativo sino como material reflexivo sobre cómo el arte construye realidades propias, que ponen en crisis los estamentos sociales. El mundo por el que transitan los personajes de Florence es un mundo de puros fuegos artificiales, donde todo parece a punto de derrumbarse en cualquier momento, pero al que los protagonistas se aferran porque los marca desde lo identitario. Detrás de toda esa exposición de las puestas en escena, de los que construyen las mentiras y los que deciden creerlas, hay una fuerte reivindicación del cine como mágico engaño en el que todos los espectadores decidimos y deseamos creer.
Esa reivindicación no es sólo de Frears, sino también de Streep y Grant. La primera vuelve a guiñarnos un ojo, nos dice desde su performance que es consciente de que todo el mundo la aplaude casi en piloto automático, de que la exageración es la regla que marca toda la devoción a su alrededor, y por eso elige jugar un rol cuasi autoparódico. El segundo, al igual que su personaje, se hace cargo de que lo suyo no es el prestigio, pero sí el ponerse a disposición de lo que se narra, del mundo hiperbólico que habitan Florence y los que la aman, todos seres en un tono definitivamente lejos de lo realista, pura invención, engaño y truco. Florence -que tiene unas cuantas imperfecciones narrativas, pero que no afectan un todo sólido- podría ser el film despedida de Frears, Streep y Grant. Y sería una despedida digna, dulce incluso. Como ciertas mentiras.