El silencio atroz que hace la paz
Cuando el cine se aborda desde proyectos como el de Cine con vecinos, que llevan adelante desde hace dos décadas Fabio Junco y Julio Midú en la ciudad bonaerense de Saladillo, la discusión es alrededor de si importan más los resultados o el proceso. Particularmente soy partidario de los resultados, porque una película es lo que finalmente vemos en pantalla. Y más, cuando este tipo de producciones comienzan a ocupar espacios en festivales y hasta tienen estreno comercial, como es el caso de Flores de ruina, es indudable que tienen que empezar a ser medidas con una vara más alta, poniéndolas en pie de igualdad con otras películas, con las reservas del caso. La indulgencia, al fin de cuentas, termina siendo nociva para desarrollos como el de Cine con vecinos, que indudablemente viene buscando un nivel de pericia técnica mayor película tras película.
Tras varios dramas y películas más chiquitas, con una pretensión escasa y con un espíritu más bonachón -algo que comenzó a quebrarse con la anterior El último mandado-, Flores de ruina aparece como una propuesta más arriesgada en términos formales y bastante redonda en cuestiones narrativas. Tanto es así, que el nivel de amateurismo de las actuaciones queda relegado (o al menos uno puede dejarlo pasar) ante el encanto de una comedia negra sin concesiones, con tres ancianas como protagonistas y un pueblo al que Midú y Junco conocen lo suficiente como para convertirlo en un personaje más, con su presencia entre ominosa y sórdida.
El comienzo no es lo mejor, con las tres ancianas -Ellen Wolf, Nélida Augustoni y René Regina- enmarcadas como dentro de un film de terror gótico, un poco fuera de registro. Pero así como va apareciendo el humor y la comedia, siempre con una mueca de oscuridad, la película empieza a levantar y convertirse en un retrato perfecto de una sociedad que acalla aquello que quiere por mantener sus apariencias. Flores de ruina gana en situaciones absurdas (un patrullero que es enterrado para esconder pistas), otras más curiosas (un nazi que es detenido) y crímenes que se amontonan, algunos de ellos muy bien pensados en términos de puesta en escena. Y así como la película entretiene y divierte con los constantes giros que el guión propone, dentro de un verosímil que se quiebra de manera bastante coherente, la película nunca busca la indulgencia sino que apuesta a más.
Lo mejor de Flores de ruina es que si bien para Midú y Junco sería muy sencillo potenciar la imagen placentera sobre los pueblos del interior de la Argentina, prefieren aquí -siempre desde la comedia- ofrecer una mirada más salvaje y ambigua sobre esa paz que, las más de las veces, se edifica sobre un silencio atroz.