Flores del mal

Crítica de Roger Koza - Con los ojos abiertos

Cannes English Bookshop es una librería inglesa que está a tres cuadras del teatro Lumiére. Tiene una sección de libros de cine muy acotada, pero la selección es siempre arriesgada. Allí pude comprar el año pasado, ni bien salía de imprenta, el libro que editó James Quandt para el Film Museum sobre Apichatpong Weerasethakul. También, en esa ocasión, estaba a la venta y de la misma editorial, el libro sobre James Benning.

Dado que las esperas al sol, a veces parado o sentado, para ver una película En Cannes van de una hora a una hora y media, tengo el hábito de comprar un libro que me acompañará mientras el tiempo se diluye en la espera. En esta ocasión, el título elegido fue Film Theory: an Introduction through the Senses, de Thomas Elsaesser y Malte Hagener. Es un libro extraordinario, de lo mejor que he leído en años, y una pieza literaria ideal para acompañar al maravilloso The Material Ghost, de Gilber Perez.

En ese libro se puede leer: “Si se mide la importancia que han llegado a tener en el siglo XXI la imagen movimiento y el sonido grabado, existe, finalmente, otra razón probable para concentrarse en el cuerpo y los sentidos: el cine parece haber dejado atrás su función de <<medio>> (para representar la realidad) para convertirse en una <<forma de vida>> (siendo entonces una realidad en sí y con derecho propio)”.

La aseveración parece ser una síntesis perfecta de Flower of Evil, de David Dusa, un film exhibido en una de las secciones menos conocidas de Cannes: Acid (Asociación para la distribución independiente). El film de Dusa es un film menor, pero quizás se trate de uno de los pocos ejemplos exitosos en donde la imagen cinematográfica se conjuga y dialoga perfectamente con otros sistemas de producción y distribución de imágenes. Aquí, el cine, el Ipod, You Tube, y otros sistemas audiovisuales se combinan coherentemente en el relato. Flower of Evil, cuyo título remite lógicamente al libro de Baudelaire, es una película literalmente viva sobre el amor adolescente entre una joven iraní recién llegada de su país y un joven parisino, cuya mayor virtud consiste en bailar Breakdance en las calles, de lo que se predica una agilidad física extraordinaria. Su modo de transitar lo real es una prolongación de su baile: se mueve por el espacio como si su cuerpo no tuviera gravedad y el aire fuera una pista en la que patina con su esqueleto. Se conocen por Facebook, y a partir de allí no dejan de estar juntos.

Lo que Flower of Evil permite visualizar es cómo la subjetividad juvenil está inscripta en un orden audiovisual desterritorializado (perdón por la palabra)l. Dusa es inteligente, pues piensa y no juzga. Aquí, la digitalización de los actos cotidianos más que enajenar y privatizar la identidad constituye lo que más arriba Elasesser y Hagener llaman “una forma de vida”. Los jóvenes se conocen por la web. La joven usa su Iphone para seguir al momento todos los acontecimientos políticos de su país. El film permite intuir un sistema electrónico de información clandestino. Al instante, los videos sobre la represión callejera en Teherán están disponibles en la Web. En una escena romántica, los chicos bailan en su casa y es él que sostiene su teléfono mientras de ese “juguete” técnico se reproduce la música que bailan. Es una forma de vida en donde las tecnologías electrónicas de mano son una extensión de la identidad. Lo genial del film es que esta forma de vida no está en contraposición a un estilo ya pretérito pero no por ello superado, nacido con la imprenta, es decir, una invención del universo de Gutemberg, cuyas criaturas dependían del libro como práctica esencial para dotar simbólicamente el contenido de sus vidas. En efecto, la iraní le hará saber que Omar Kahayan es para su gente lo que para los franceses es Baudelaire.

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En el 2010, las películas latinas que se ven en Cannes giran también en torno al amor, o más bien estudian o intentan aproximarse a su reverso: el desamor. Año bisiesto, de Michael Rowe, transcurre durante todo el mes de febrero. Una periodista joven, quien colabora para varios medios, cuando no escribe coge. Su cama es un cuadrilátero multitudinario: pasan muchos hombres y no vuelven. Quizás ella espere un poco más de sus amantes, una caricia, un ademán menos mecánico. Hasta que un día, entre uno de los tantos con lo que tiene sexo, habrá de encontrar un compañero, lo que no significa un amor establecido o una relación estable.

Sin música extradiegética y con un impecable trabajo sobre los encuadres, los planos, más bien cerrados y fijos, pueden llegar a ser asfixiantes, pero justifican el pathos del film, un interesante ensayo sobre el instinto de muerte, aquí vinculado con una práctica sexual extrema: el sadomasoquismo, extraña táctica por la cual la protagonista en la hipérbole del castigo y el flagelo hallará un reparo y modo de volver a pensarse.

Con reminiscencias a Viva el amor, de Tsai Ming liang y a Batalla del cielo, de Carlos Reygadas, el sexo es casi siempre un estimulo biológico y una neutralización de una carencia ontológica. Si no cogen, no son nada. La provocación es una regla, y todo está permitido: cachetear, atar, cortar, mear. Y sin embargo, Año bisiesto no llega a ser por eso un film cínico. El giro final constituye un toque dialéctico: la aparición de Eros.

Octubre, de los hermanos Diego y Daniel Vega, es todavía más sórdida que Año bisiesto. El escenario no es el Distrito Federal sino Lima, la capital del Perú y una ciudad que a juzgar por el retrato del film, no evidencia bienestar. Aquí el personaje no es una periodista sino un prestamista, quien además continúa una tradición familiar. En algún momento, una prostituta le dejará una criatura recién nacida. Quizás es su hija. Inconscientemente misántropo, el protagonista habrá de aprender a vincularse no solamente con su “hija”, sino también con una mujer que lo desea, un “socio” que le demuestra afecto e aun con las furcias.

Una vez más, existe una preferencia por los planos cerrados, que formaliza la experiencia solitaria del personaje. Los Vega deciden también no mover su cámara. Los planos son fijos, la luz tenue, y no habrá en toda la película ninguna pieza musical, excepto por los acordes que se escuchan en una procesión religiosa que remite al paganismo característico de la cultura precolombina del Perú. Uno de los pocos planos abiertos del filme.

Aquí también el sexo es mecánico y reptil. Es sexo bestial, y casi siempre pago. En efecto, lo más poderoso del film peruano es mostrar cómo la sintaxis de la conducta humana es mediada y constituida por el dinero y el sexo; es decir por un papel de un poder inexplicable, cuyo misterioso poder excede a la película. ¿Economía libidinal? El dinero, el único Dios vivo sobre la Tierra, rige todo, incluso el instinto, al menos eso sucede en la vida de algunos peruanos, obligados a vivir en las sombras.

Fotos: 1) Año bisiesto; 2) Los hermanos Vega.