Egos afectados
Un colega lo dijo de manera bastante tajante y apropiada a la salida de la función de prensa: “muchachos, no le demos vueltas, es mala y punto”. Y lo cierto es que sí, Focus: maestros de la estafa es mala y jamás consigue cumplir con los varios objetivos que se propone: no funciona ni como comedia romántica ni como el típico relato situado en el universo de las estafas. Pero lo cierto es que los críticos estamos también para darle algunas vueltas al asunto, así que vamos a tomarnos un tiempo y unas cuantas líneas para pensar por qué salió mal lo previamente planeado. La respuesta quizás pase por cuestiones donde los egos son definitorios y terminan afectados.
El primer ego es el de Will Smith, un actor que continúa siendo una estrella de peso, en especial a nivel internacional, pero que ya no es tan decisivo, fundamentalmente en Estados Unidos. Siempre fue un intérprete con una presencia ambivalente, que sólo cuando realmente se presta a lo que le pide el relato es plenamente funcional. Por desgracia, demasiadas veces quiere montar su propio show y convertirse en el centro absoluto del film, y en el caso de este film sucede más lo segundo que lo primero. Básicamente Smith repite su papel de Hitch: experto en seducción: allí se dedicaba a explicarnos con tono canchero a nosotros espectadores cómo ayudaba a otros hombres a enamorar a las mujeres que deseaban, mientras que en Focus: maestros de la estafa se dedica a explicarle con tono canchero al personaje de Margot Robbie -y de paso a nosotros espectadores- cómo es el universo de las estafas. En ambas películas termina sucediendo lo mismo: todo termina girando alrededor de la figura de Smith, quien absorbe el absoluto foco de la atención y le resta aire al resto del elenco, los personajes y finalmente el relato que se quiere contar.
El segundo ego es el de los realizadores, Glenn Ficarra y John Requa, quienes venían de mostrar en Loco y estúpido amor y Una pareja despareja que tenían unas cuantas cosas para decir y que sabían cómo decirlas, acumulando capas de significado y niveles de conflicto, aunque por momentos les jugaba en contra una pose demasiado astuta en la construcción de los puntos de vista de los personajes y hasta cierta falta de atrevimiento para pisar el acelerador a fondo al momento de encauzar las tramas hacia su resolución. En Focus: maestros de la estafa queda muy poco de los méritos y demasiado de los defectos: el tono elegido por los directores es tan distanciado y superficial que la parte de la estafa propiamente dicha no genera la tensión requerida y el romance entre el tutor que encarna Smith y la discípula interpretada por Robbie jamás genera empatía o identificación en el público. Todo es demasiado brilloso y difícil de creer, no sólo porque los personajes explicitan cuánto mienten o engañan, sino porque la cámara no se permite filmarlos con sinceridad. De hecho, la pareja protagónica sufre un mal endémico del cine romántico hollywoodense de este milenio: son irreales, inverosímiles, es en extremo dificultoso creer en su amor y no hay una química palpable entre ellos. Una comparación cercana lo deja claro: en Loco y estúpido amor, Ficarra y Requa lograban capturar con mucha más pericia y principalmente honestidad el camino -y los momentos- que recorrían los personajes de Ryan Gosling y Emma Stone para llegar a enamorarse.
El tercer y último ego afectado es el de una ciudad y sus habitantes. Es que Focus: maestros de la estafa tiene una primera mitad situada mayormente en Nueva Orleans, donde va creciendo el romance entre los dos protagonistas, hasta que él decide interrumpirlo cuando ve que la relación con ella amenaza con debilitarlo, y un segundo segmento, situado en Buenos Aires, donde se reencuentran accidentalmente, justo cuando él está armando una de esas grandes estafas que le permitirían retirarse para siempre. Los que podían tener expectativas por contemplar cómo Hollywood ve a la capital argentina se van a sentir decepcionados, porque lo cierto es que es difícil entender y/o explicar por qué la película se tiene que mudar hasta ahí: no hay nada en el relato que esté condicionado o enriquecido por el espacio urbano porteño. Podía haber sido cualquier ciudad europea o incluso otra ciudad estadounidense, pero termina siendo una Buenos Aires apenas identificable por íconos como el Obelisco o Caminito. No es la primera vez que esto sucede: la Reina del Plata siempre quedó disuelta en su potencialidad cuando fue visitada por Hollywood. Se podría pensar que a Ficarra y Requa -y otros directores que los precedieron, como Alan Parker cuando filmó Evita- los invade el temor cuando deben abordar una metrópoli tan inabarcable y variada como Buenos Aires, pero la auténtica razón es un poco más hiriente: simplemente no les interesa, porque Hollywood -salvo raras excepciones- nunca se ha sentido interesado o cautivado por Buenos Aires o el resto de la Argentina. Hollywood viene a filmar acá cuando le conviene, mal que nos pese. La única verdad es la realidad, y la realidad es que no les importamos.