Un militar dividido en su conciencia
El film expone las contradicciones de Fontana, sobre todo en su relación con los indios. De conquistador a humanista.
El género histórico es uno lleno de ripios. Está el ripio del academicismo, la fiel y respetuosa reconstrucción de los hechos, como si tal cosa fuera posible. El de la película puesta monolíticamente al servicio de una tesis histórica, sea oficial o alternativa. O lo contrario: la película que se “pierde” en la inmensidad histórica, sin saber muy bien qué pensar de la Historia. Está también el ripio del reconstruccionismo, donde el trabajo de documentación y el de arte parecerían importar más que el sentido de la historia (y el de la Historia). El peligro mismo de las mayúsculas: la pompa, el almidón, la solemnidad y grandilocuencia. Biografía parcial y no lineal de un personaje histórico poco conocido, tan representativo de su época como incómodo en ella, Fontana, la frontera interior aborda el género con la cuidadosa, tal vez fatal decisión con que el personaje incursiona en el monte, el desierto y la planicie. En la Historia, finalmente. Como él, obtiene en el empeño victorias y derrotas.
La aparición de Lucio V. Mansilla, en una escena de la película, no parece casual. Como el autor de Una excursión a los indios ranqueles, como un héroe de Joseph Conrad también, el mayor (teniente coronel, a la larga) Luis Jorge Fontana es un tipo dividido. Dividido entre su condición de militar y la de naturalista, de hombre de acción y sujeto instruido, de miembro de una corporación y hombre de familia. De conquistador y humanista. Típico exponente de la generación del ’80 (la película transcurre entre 1880 y comienzos del siglo XX), Fontana intenta conciliar su carácter de positivista liberal con la misión, encargada por el gobierno y sus superiores, de abrir caminos, conquistar territorios, fundar ciudades y consolidar fronteras. De fundar, si se quiere, un proyecto de país. Con guión propio, Juan Bautista Stagnaro aborda a su héroe en cuatro momentos, que en su diversidad geográfica parecen querer abarcar la Nación misma, en su inmensidad: el monte chaqueño y la ciudad de Formosa (que Fontana fundó, a instancias de Mansilla), el intento de abrir una carretera que atravesara el Impenetrable, su paso como gobernador de Chubut y el destino final en medio de la desolación sanjuanina, donde escribe sus memorias.
Stagnaro se propone bajar al personaje del monumento, mostrar sus contradicciones, hacer de él un hombre. Sobre todo, en relación con los indios, a quienes Fontana alternativamente padece (de entrada, en una escena que parece una cita a Apocalypse Now!, flechan la barcaza que atraviesa el Pilcomayo; más tarde lo hieren gravemente en el hombro), combate (“finalmente se portó como un militar”, lo elogia un superior, después de haber arrasado un rancherío) y socorre. Eso es lo que hace –ante la desconfianza de sus subordinados– con una wichí a la que encuentra estaqueada. Por otra parte, los fragmentos de sus diarios y memorias, que se dejan oír en el off, dejan claro que el hombre no era un milico cualquiera: vive haciéndose preguntas y sabe cómo hacerlas por escrito. No por nada Mansilla, arquetipo consumado del militar ilustrado, en cuanto lee un par de cartas le elogia la prosa.
Encarnado por Guillermo Pfening (Nacido y criado, El último verano de La Boyita) con su habitual nobleza vulnerable (de más grande lo hace Jorge D’Elía), esta humanización del personaje da por resultado que, por momentos, pareciera que en lugar de participar de la Conquista del De-sierto el hombre fuera una especie de Humboldt extraviado. Pero el principal problema de la película es que, por más que el subtítulo (La frontera interior) sugiera lo contrario, la voluntad de humanización se detiene justo antes de dejarse llevar por la subjetividad del héroe. Más que por vía visual o de la propia experiencia, el carácter dividido de Fontana se transmite por medios verbales (se lo dice a una maestra muy fordiana, en el episodio galés de Chubut) o literarios, mediante sus propios escritos. En lugar de encarnar su voz, la película –magníficamente fotografiada por Diego Poleri y montada por Luis César D’Angiolillo– prefiere observar la episódica peripecia del héroe desde la cuidada, mesurada, académica distancia de la tercera persona.