Veintisiete años tenía la actriz Lori Singer cuando interpretó a Ariel, una adolescente pueblerina a punto de graduarse, en la Footloose original. Kevin Bacon (que tenía veintiséis) era Ren, un joven rebelde que al llegar al pueblo se encontraba con prohibiciones y leyes insólitas en contra de la danza. Hoy, pasado el tiempo y con ambos actores doblando la edad que tenían en ese momento, la remake de Footloose revive aquella historia. Esta vez, los papeles principales caen en manos de Kenny Wormald y Julianne Hough, dos caras nuevas y frescas que se ajustan a los cánones de belleza actuales. Pero ni los años trascurridos ni la renovación del casting inquietan lo suficiente una película que, por su mismo trastorno de identidad, se encadena a un mundo donde lo contemporáneo no es más que la pantalla de una nostalgia ciega.
Si en el fondo latía alguna esperanza de dar revancha, entre otras cosas, a la chatura y a la falta de matices de los personajes del film original, ésta se esfuma rápidamente. Ren y Ariel son los mismos y dicen más o menos las mismas cosas, y sus personalidades se reducen a un único y perezoso dilema: la necesidad de hacer algo importante luego de no haber podido evitar la muerte de su madre, en él; y la costumbre de poner en peligro su vida para alejarse de un padre sobreprotector, en ella. Los diálogos y escenas exactamente idénticos desdibujan no solo los aspectos interesantes de los protagonistas y los esbozos de una gran química entre ellos, sino también la posibilidad de un valioso enfoque sobre la juventud actual, el conservadurismo estadounidense y la curiosa asiduidad de la violencia física. Footloose avanza temerosa por las huellas de un camino marcado al que no explora ni cuestiona, como si el mismo fuese lo suficientemente inmutable para no rendirse ante el paso del tiempo.
Por suerte, todavía queda una vía de diferenciación ineludible: el baile. Al sonar la música (mayormente contemporánea), la película de Craig Brewer encuentra su pequeña redención: el ritmo es la única fuerza que imanta sin sacrificio los movimientos de los cuerpos antes vacíos de verdad, convirtiéndolos en una genuina expresión de alegría y vitalidad. Incluso el lenguaje corporal de los actores delata, apenas disimuladamente, el disfrute de algo que no precisa sostenerse con un personaje; un instante de escape a la mareada individualidad del resto del relato. Al bailar, Footloose no solo deja de mentirse a sí misma, sino que también refuerza su mensaje: bailar es liberarse, es no fingir; bailar es estar vivo.
Pero, con todo, los pequeños instantes verdaderos se diluyen en un reciclaje desprolijo que no termina de saber separar lo valioso de lo prescindible. La remake de Brewer posterga constantemente su propia actualidad, y funde sus posibilidades en los intentos de compaginar nostalgias con un presente que se resiste a hacerles lugar. Muchos años después, Footloose regresa sin más pretensión que la de imitar a la original, aunque eso le cueste renunciar a todo aquello en lo que pueda aflorar el brillo de lo desconocido.