Un cazador de zorros
Foxcatcher seguramente esté un poco por debajo de lo que indicaba su reputación y acaso un poco más allá de ese horizonte chato y gris que parecen señalar con ferocidad sus detractores. Un hijo de las grandes fortunas de los Estados Unidos –las de los constructores del país, los benefactores concienzudamente selectivos, los hacedores de milagros que trabajan el hierro, la voluntad, la expectativa, incluso el dispensario de imágenes más o menos probables que pueden pasar a conformar de pleno derecho parte del bagaje mental de los norteamericanos de buena voluntad– viene a posar su mirada sobre Mark Schultz, un ex campeón de lucha que sobrevive con esfuerzo en gimnasios de mala muerte. El joven luchador es más bien ingenuo, no ha sabido hacer dinero, su oficio de campeón del pasado lo lleva a ofrecer charlas ante una sala colmada de niños de escuela que bostezan distraídos; su prestigio es algo que solo reluce entre los conocedores de la especialidad y constituye un plus dudoso de moralidad, cuya fuerza edificante explotan los funcionarios del deporte mientras Mark deriva por su modesto presente, atado a los recuerdos, solitario y ausente.Mark tiene en su hermano Dave, también campeón mundial en la misma disciplina, un entrenador aplicado y cariñoso y una figura de autoridad cuya sombra parece pesarle dolorosamente. Foxcatcher destila una desolación profunda desde el minuto uno, cuando el director Bennett Miller arroja al espectador sobre ese cuerpo enfundado grotescamente en malla que se retuerce sobre un muñeco que le sirve de contrincante en el espacio descorazonador de un gimnasio desierto. El ex campeón se prepara para una competencia de relativa importancia. Su deporte es un asunto solitario, de horas arduas horas de dedicación y recompensa insuficiente. La conclusión es clara: en el fondo de su alma el hombre está solo, no tiene a nadie; solo cuenta con su actividad y la dignidad difusa que de ella pueda extraer, cada vez con más esfuerzo y menos convicción. La película le acerca entonces, de forma no demasiado sutil, a un personaje que se encuentra en una situación equivalente, el extraño filántropo que le hace una llamada intempestiva para ofrecerle entrenamiento, comodidades, un sueldo y una promesa de gloria en el panteón de los héroes norteamericanos del que se alimentan los sueños de sus compatriotas más acreditados. La película de Miller no es de ningún modo un gran relato sino otra cosa muy distinta: una artimaña más o menos decorosa para describir un presente de promesas rotas, tal vez un poco en la tradición desencantada de cierta porción del cine americano de los años setentas. Esa es la parte buena de la película: Miller diluye con habilidad la tensión dramática en el misterio extendido de la naturaleza verdadera del personaje de Carell. Enseguida queda claro que el heredero es un monstruo; el espectador lo intuye pero todavía no es capaz de vislumbrar de qué manera, bajo qué maniobras tortuosas, se evidenciará del todo su carácter oscuro. He ahí el placer leve, un poco incómodo, que la película es capaz de deparar. El director dispone planos fríos, ligeramente imbuidos de una sensación de desastre inminente; la ausencia casi absoluta de comentarios musicales –sorprende, y no de la mejor manera, el uso de la canción This Land Is Your Land, a cargo de Bob Dylan, para aludir con una ironía fatua a la esencial desconexión del personaje del ricachón con una pertenencia a la historia de la nación de cuyo orgullo hace usufructo simplemente por herencia– constituyen una novedad a medias para el mainstream, quizá malgastada en la pretensión más bien insensata de que la austeridad programática produce de suyo un objeto más o menos relevante. Está claro que lo que Miller ha intentado hacer no es una película de visión agradable, que se siga con ese afecto minucioso, tal vez un tanto improcedente, que destinamos a los placeres de digestión inmediata. La emoción contenida de las escenas, la sobreabundancia de maquillaje, el regodeo con planos que parecen acompañar el carácter absorto de los personajes –esas criaturas estupefactas que no parecen nunca comprender cabalmente el hilo trágico con el que están zurcidas sus vidas– ofrecen un aire de evidente artificio cuyo encanto esquivo pertenece al reino de la ironía o de las causas perdidas de antemano. Foxcatcher nunca será una gran película, acaso porque la pierden un poco su seriedad, su exceso de cálculo y esa suficiencia silenciosa con la que cada escena parece contenerse a sí misma, como si el director se abstrayera, con plena conciencia, de ofrecer un relato con fluidez y coherencia interna para enrostrarnos una idea precocida acerca de la naturaleza triste de sus personajes y el mundo que los rodea.