Foxcatcher (2014), la última película de Bennett Miller (Moneyball; 2011; Truman Capote, 2005), exhibe una disposición narrativa que por su escasa frecuencia en las filas de la cinematografía hollywoodense resulta apreciable: la sugerencia. Miller construye escenas concisas pero esenciales, delimitadas con precisión, eficaces por su potencial convocante. Podríamos decir que apuesta por la audacia que implica no informar burdamente las razones de un drama. Mejor aún: las presenta en acto.
Sucintas acciones alcanzan, entonces, para establecer un relato contenido.
Casi tanto como el protagonista de la historia, Mark Schultz (Channing Tatum), un luchador profesional, ganador de una medalla dorada en los Juegos Olímpicos de 1982, pero que sobrelleva sin pena ni gloria una vida gris y sin horizonte. Desde la primera escena es posible advertir cierta violencia que anida en su cuerpo de animal arisco, tan solo brutal por su mirada perdida y por eso feroz. Violencia cuya probable justificación se descubre después, cuando la empleada de un colegio al que fue invitado para departir acerca de su experiencia deportiva lo confunde con su hermano mayor Dave (Mark Ruffalo), luchador como él, ganador de la misma medalla. Un simple entrenamiento de lucha entre ambos revelará sus diferencias, breves señales que anticipan el desarrollo posterior de la trama: el ataque de Mark es precipitado, decide su estrategia por la fuerza y el choque. Dave, por el contrario, utiliza la fuerza sólo cuando la técnica lo exige; recibe golpes, pero es paciente: espera el instante preciso para voltear a su contrincante y derrotarlo. Mark tendrá, sin embargo, una oportunidad. John du Pont (Steve Carell), un atribulado millonario, dueño de la corporación química más grande del mundo, lo invita a su residencia para ayudarlo a conquistar un nuevo triunfo, esta vez por fuera de la sombra opresiva de su hermano.
Foxcatcher, ajustado su relato al orden narrativo que lo fundamenta desde el principio –pero que a veces traiciona- avanza sin nunca del todo definir completamente. Como si buscara dejar irresuelto, casi en suspensión, esos sentidos siempre dispuestos para un desarrollo pueril. Al contrario: permanecen velados. ¿Qué sucede realmente con Mark? ¿Qué sucede realmente entre él y su promotor? Poco importa. El film de Bennett Miller funciona justamente en aquellas escenas donde acentúa su régimen alusivo y avanza. Retrocede cuando, precipitándose, arriesga escenas afectadas de cierto patetismo psicologista. Cuando, por ejemplo, ensaya y subraya explicaciones a partir de una relación familiar problemática.
La historia, hacia el final, desestima sorpresivamente a su protagonista, lo pierde de vista, acaso por la tentación de atender las desavenencias de un poderoso desquiciado de soledad. Lo recupera tanto más luego, en la última escena, en la expresión máxima de su violencia descomunal.