Algo sucedió camino a Francia
Carlos (Lautaro Delgado) ve que su vida se desbarranca en cuestión de días cuando su pareja (Mónica Ayos) le acusa de maltrato y lo deja fuera de una vida bastante desahogada, además de llevarlo al consultorio de un psiquiatra (Daniel Valenzuela, extraño y descolocado acierto de este filme) para que se cure de sus problemas de temperamento. Acuciado por la necesidad, vuelve a vivir a la casa de su ex pareja, Cristina (Natalia Oreiro). Esto pone alegría en la vida de su hija, Mariana (Milagros Caetano); una pequeña de conducta ambivalente en el colegio, por momentos abstraída y por momentos agresiva.
Al igual que su ex esposo y su hija, Cristina tiene sus propios dramas bien sublimados. Asiste en calidad de mucama a una familia disfuncional y paqueta durante casi todo el día e incluso algunos fines de semana. Pronto, Cristina deberá enfrentar su propia crisis y, más cercana a Carlos en la situación límite, tendrán la posibilidad de unirse para resolver la situación de Mariana, cercada por sus profesores y compañeros de colegio, cada vez más aislada e incomprendida.
El cine de Adrián Caetano ha ofrecido auténticas joyitas a la industria nacional y se trata indudablemente de un talentoso creador y director. Pero algo pasó con esta película, que se presta al desengaño casi de inmediato.
La alusión a Francia es tan metafórica y suena tan forzada en la trama que se vuelve una excusa para un título ganchero. La elección de Milagros Caetano para el rol principal es, cuando menos, desafortunada; le falta presencia escénica, convencimiento, ángel. Si no viéramos las escenas del parto en un insert del último tercio del filme, se podrían sobreentender muchas cosas sobre su personaje; desde la posibilidad de que sea adoptada a que tenga algún tipo de trastorno (TGD, hiperactividad, autismo, retraso emocional). Por lo menos esto sumaría interés a su caracterización. Pero no, todos estos supuestos son generados por una interpretación deficiente y algunas tomas que no la favorecen espacialmente.
No alcanza el esfuerzo de Oreiro, que busca palanquear su personaje por momentos irritante, aunque en ese esfuerzo se vuelva meritoria. Los gestos de Lautaro Delgado (el mejor en su papel, injustamente desplazado de los créditos y críticas por el resto del elenco) y sus transiciones personales, en cambio, alcanzan para generar en el espectador la mínima empatía requerida para encontrarle gracia a esta película que por lo engañosamente sencilla parece más retorcida de lo que es, y en ese tránsito se vuelve pesada, eterna.