Los titanes ¿contraatacan? Han pasado algunos años desde que Perseo (Sam Worthington), hijo semidivino de Zeus (Liam Neeson), derrotó al Kraken y salvó temporariamente a la humanidad del capricho de dioses envidiosos, como Hades (Ralph Fiennes). Pero su vida como tranquilo pescador y padre viudo de un niño está a punto de acabar: el Tártaro se desmorona y los primeros demonios abandonan el Infierno para invadir la Tierra y hacerse del poder total, aniquilando a la raza humana. Forzado por circunstancias mayores que su voluntad de mantenerse al margen, Perseo decide emprender el viaje infernal que le permitiría rescatar a Zeus de ser consumido por su padre Cronos, y así restaurar el equilibrio de la humanidad. Curioso hablar de furia de titanes cuando es apenas uno, Cronos, el que sobrevive y amenaza a la humanidad. El ocaso de los dioses es poco solemne, expeditivo y carente de toda emoción. Sólo importa el momento de la acción, cuando Perseo se calce de nuevo el papel del héroe que tan bien le queda y les pase el trapo a todos sus partenaires, incluída la poco creíble reina Andrómeda. Esta secuela de una remake de una película de 1981 es pochoclo en estado puro, un entretenimiento exclusivo para quienes van al cine con la idea de salir de cualquier preocupación diaria, aunque atropelle cualquier tipo de rigor o verosímil de la mitología en que dice basarse. ¿Es entretenida? Sí, y también pasa rápido. Muy rápido. Si no se detiene uno a mirar las paupérrimas actuaciones y caracterizaciones de cada personaje, hasta podría pensar que se trata de un entretenimiento a la altura de los millones invertidos. Pero los millones se notan en los efectos, puestos al servicio de cuatro o cinco momentos clave de la acción (y sobre todo para destaque del 3D). Qué harán los humanos cuando la divinidad haya abandonado el mundo, es algo que esperamos no resuelvan en una tercera entrega. Sin titanes, ni siquiera el título tiene el mismo sentido.
Inquieto sueño tropical Enamorado de la tierra africana donde ha misionado como médico en un proyecto humanitario, el doctor Ebbo Valten se resiste a dejar atrás el programa de erradicación de epidemias que con tanto éxito presidió, y que comienza a mostrar graves falencias. Al menos, este es el criterio de sus inversores. Nombrado un sucesor, Valten debe abandonar la casa donde fue feliz con su esposa durante tantos años y regresar a una Alemania que le resulta totalmente extraña, como si el paisaje irreal y por momentos pesadillesco de la jungla fuera más consistente con su humanidad que la civilización a la que debe volver. Lo cierto es que Valten ha redescubierto una suerte de segunda juventud en esas tierras y pocas ganas tiene de dedicarse a la vida estándar de un burgués berlinés. Su hija adolescente lo percibe como a un extraño, y el desconocimiento es mutuo. No le seduce la idea de su mujer convertida en una activa mujer urbana. Entonces, demora la partida unas semanas más, dejándolas a ellas partir primero. Las semanas pasan y se convierten en meses, y su vida termina por parecerse más a aquello que creía evitar en la civilización, en lugar del sueño de la eterna juventud africana. Así lo encontrará el doctor Alex Nzila, evaluador de los fondos destinados al proyecto epidémico frustrado y encargado de decidir el destino final de Velten. De inmediato, el recién llegado (hijo de inmigrantes africanos, pero totalmente integrado a la cultura e idiosincracia parisinos) percibe el extrañamiento hostil de esa tierra que conquistó al alemán y se siente amenazado, allí donde el otro se piensa como pez en el agua. La tensión creciente entre personajes y entorno va construyendo la trama de una historia que tomará ribetes cada vez más alucinados. El director Ulrich Köhler, hasta ahora desconocido en nuestro panorama cinematográfico habitual, es un miembro de la camada más reciente de realizadores de cine alemán. En esta producción puntual es muy marcado en contraste entre el ritmo cansino del relato, más bien clásico en su estructura, y algunas escenas donde la cámara pareciera querer meterse en la piel de los personajes a través de un estudio dinámico de su expresividad, sin escamotear defectos e incomodidades al espectador. La tensión lograda con esos sencillos trucos trasciende lo sugestivo en un par de momentos insertos justo al inicio (el puesto de control militar) y a poco menos de la mitad del filme (cuando el doctor y su familia regresan a su casa rural y nadie acude a abrirles la puerta) como para dejarle claro al espectador que en este ámbito engañosamente tranquilo subyace un mar de fondo particular, que derivará en la resolución más sorpresiva. Quizá con la digna excepción de la escena final, este film es uno de esos que producen, al momento de abandonar la sala, la curiosa sensación de ser olvidables. Como sucede con algunos sueños, que empezamos a olvidar al momento de despertar. Pero esto no lo convierte en un filme de descarte ni mucho menos, sino en una opción para quienes ven en el cine una posibilidad de reflexión creativa, donde las preguntas no quedan únicamente del lado del director. Ajustada en su timing, cumple con sus premisas y poco más.
Juegos de guerra (fría) George Smiley (Gary Oldman) ha servido durante toda su vida a su país de forma discreta, casi invisible, como parte de la cúpula de seis miembros del M16, llamado "el Circo" en la jerga del oficio. Taciturno, flemático y discreto, Smiley tiene el perfil más bajo del cónclave y es a él a quien elige el líder del grupo, llamado Control (John Hurt) para acompañarlo en el exilio. Han sido degradados debido a la sospecha de que Control se encuentra afectado por algún tipo de perturbación paranoica que lo lleva a sospechar lo peor: hay un doble agente en la misma cúpula del Circo, y podría ser cualquiera. Quizá el monolítico Roy Bland (Ciarán Hinds), el atildado Percy Alleline (Toby Jones), el encantador Bill Haydon (Colin Firth) o, por qué no, el cínico Toby Esterhase (David Dencik) a quien el propio Control rescató y entrenó al final de la Segunda Guerra. Cuando Control muere, a las pocas semanas de su forzado retiro, el primer ministro británico y su mano derecha encomiendan a Smiley la más secreta de las misiones: seguir la intuición de su mentor y descubrir si efectivamente hay un infiltrado que pasa información vital a los soviéticos, cuyo no menos enigmático líder, Karla, parece anticipar cada movimiento de los espías del M16 en la convulsionada Europa posterior al muro de Berlín. En un thriller en principio moroso y luego trepidante, el director Tomas Alfredson se esfuerza por mostrar no sólo una historia puntual de tiempos difíciles (la reconstrucción de posguerra y el inicio de la Guerra Fría) sino que aborda también los conflictos personales de un puñado de personajes interesantes, bien desarrollados. El factor psicológico es tanto o más importante que la intriga, por momentos, y quizá es esa tónica la que vuelve al relato un poco denso en los primeros tramos. Cuesta entrar en el ritmo de esta película, aunque la espera tiene su recompensa. Sin embargo, y a diferencia de otros filmes de espías de similares pretensiones (se me viene a la mente, por nombrar uno solo, "El buen pastor" de Robert de Niro), Alfredson consigue poco a poco sumergir a su público en un mundo con códigos intrincados y hacer que el tedio de la vida del espía en reposo (porque tampoco estamos frente a un filme de James Bond) resulte accesible, comprensible para los cinéfilos curtidos y eventuales. Después de todo, esta historia está más cerca de la realidad que cualquiera de las protagonizadas por el agente 007. Con actuaciones sobrias y algunas excepcionales (Gary Oldman, por supuesto; pero también Benedict Cumberbatch en la piel de un joven espía curtido por la vida, mano derecha de Smiley), esta propuesta se impone finalmente por su calidad técnica, y porque el guión funciona a muchos niveles, ajustado y preciso, con un tour de force en los treinta minutos finales que compensa ampliamente una floja primera hora de metraje.
Quedan los artistas Corre el año 1927. George Valentin (Jean Dujardin) es la máxima estrella de los estudios Kinograph y sus películas entretienen y conmueven al gran público. Es querido dentro y fuera de la pantalla. Una noche, luego de la presentación de su último gran éxito cinematográfico, se cruza accidentalmente en la puerta del teatro con una aspirante a actriz y admiradora suya, Peppy Miller (Bérénice Bejo) y ese encuentro los cambiará a ambos para siempre. Porque Peppy, que es joven y fresca y tiene hambre de gloria, debutará como extra justamente en una película de Valentin, preludio a su inexorable y rápido ascenso en los estudios que preside Al Zimmer (John Goodman). Soplan vientos de cambio y a poco de terminada la producción de su último filme, Valentin recibe la noticia de que Kinograph no va a producir más cintas mudas; el cine sonoro se perfila como el gran hit y George siente que no hay lugar para él en ese nuevo mundo. Toda su existencia cambia en cuestión de meses, mientras Poppy se convierte en una de las primeras divas del nuevo cine y él cae poco a poco en el olvido. Podría decirse que, si "La invención de Hugo Cabret" es un homenaje a los orígenes del cine, "El artista" es un retorno clásico y casi literal al mejor cine de la primera época de oro de Hollywood. En un recorrido de poco más de un lustro, Michel Hazanavicius abarca las luces y sombras de un pionero y ficticio ídolo del cine -inspirado claramente en Douglas Fairbanks-, inserto justo en la bisagra entre el mudo y el sonoro, la Hollywoodland de los primeros grandes estudios justo en los instantes previos a la Gran Depresión. Y en su recorrido expresivo -nunca mejor dicho- se apropia de todos los recursos a su alcance: humor, drama, suspenso, acompañado y discretamente acentuado por la impecable banda sonora a cargo de Ludovic Bource. La dupla protagónica tienen un doble desafío actoral. Interpretar sus personajes y los que representan en las películas dentro de la película. Estos últimos generosos en ademanes y gesticulaciones tan propias del cine mudo; en tanto sus roles principales están llenos de matices y gestos muy alejados de la pantomima farsesca. Es la revalorización de la actuación en tiempos donde el marketing pone a cualquier pedazo de tronco frente a una cámara para ser salvado por parlamentos que explican todo. La ductilidad de la pareja protagónica, y en especial de Dujardin quien se consagra con su labor, nos permite reencontrarnos con la emoción generada desde la pantalla. El mérito no es solo de ellos. Por supuesto que el excelente trabajo de fotografía y el expresionismo mejor entendido del que ha hecho uso el director acaban configurando un hecho artístico con precedentes, pero lejanos. El declive de una forma de hacer cine y el surgimiento de la nueva ola son retratados en este filme de sobria belleza, con planos que homenajean a las mejores producciones del primer Hollywood. Lubitsch, Clair, Vidor y hasta Welles se dejan ver en más de un fotograma de este homenaje a quienes sentaron las bases para el mejor cine. Seguramente hay cuestiones que harán de esta propuesta algo inusual, y quizás no apto para todos los públicos. Sin embargo, cada objeción al producto puede ser rebatida con suficiencia. Es cierto que el gran público, el masivo, está habituado a las más modernas derivaciones del séptimo arte. No sólo en lo que hace a la espectacularidad de una historia o la agilidad de los guiones de abundante diálogo, sino también a lo último en tecnología (CGI, 3D), todo lo que ha contribuido a una resignificación del relato cinematográfico. Pero aquí, frente a la pantalla, se comprueba la verdad universal del cine: si hay una buena historia y alguien hábil para contarla, el "cómo" resulta anecdótico. En blanco y negro, muda, sin sonido ambiente, "El artista" es una de esas historias destinadas a permanecer en el corazón de los espectadores.
Juego de silencios y misterios sepultados En un paraje azotado por el invierno, la localidad sueca de Hedestad, palpita un drama que lleva cuatro décadas agobiando a un anciano y retirado hombre de negocios. En Estocolmo, capital del país, un periodista de renombre sufre el peor traspié de su carrera al quedar condenado por presunta difamación a un poderoso industrial. Una mujer introvertida, de llamativa y chocante apariencia, los conecta sin querer a los dos y pone en marcha una trama de intriga en la que acabará teniendo parte. Así se plantea el juego en esta película de suspenso con relativamente poca acción y mucha tela para cortar. Convocado por el anciano magnate Henrik Vanger (Christopher Plummer) para que investigue qué fue lo que ocurrió con su sobrina nieta Harriet, desaparecida durante un encuentro familiar en la isla fuera de Hedestad y presumiblemente muerta, Mikael Blomkvist (Daniel Craig) se encontrará con intrigas familiares, un oscuro submundo empresarial y el hallazgo menos esperado de todos: un asesino serial de mujeres en la civilizada Suecia. Mientras sus asociados luchan por sacar adelante la tambaleante revista que fundaron en los años ´80, maltrecha por la sentencia de su director editorial, Blomkvist dedica todos sus esfuerzos para hacer justicia por Harriet y su abuelo, contando para ello con la ayuda de una joven muy singular que tiene detrás una buena carga de historia propia, Lisbeth (Rooney Mara). Han pasado seis años y "Los hombres que no amaban a las mujeres", novela del sueco Stieg Larsson (cuya historia personal es casi tan apasionante como un libro) se prueba una y otra vez como un fenómeno de larga permanencia. No sólo sigue vendiendo ejemplares como el primer día, sino que ya cuenta con dos adaptaciones cinematográficas y una televisiva, foros dedicados en Internet, bastante fan art sobre sus personajes y ni hablar de los temas que aborda (violencia de género y trata de personas, resurgir del nazifascismo, el rol del periodismo independiente...). A este collage de percepciones viene a sumar, por suerte, el mejor David Fincher; desde los títulos de apertura, una historia concebida y desarrollada con cierta morosidad se vuelve automáticamente atractiva, los personajes son todo lo profundos que podría esperarse y, si salvamos algunas omisiones necesarias, es la mejor adaptación de la novela original. Rooney Mara da una dura pelea para estar a la altura de la notable Noomi Rapace, pero apenas se las ingenia para componer a una sociópata brillante y de múltiples recursos, en lugar de la perturbadora criatura que es en realidad Lisbeth Salander. ¿Exigencias del guión, quizá? En todo caso, si bien su personaje es el que justifica el título de la remake, se la ve bastante empobrecida en relación a su coprotagonista, Daniel Craig: si bien en el libro el periodista Mikael Blomkvist era equiparable en protagonismo a Salander, en la adaptación de Fincher el peso de gran parte de la trama cae sobre los hombros de Craig. Hay un esfuerzo notable por emparejar los tantos, pero el mensaje queda claro: la estrella aquí, el que viste marquesinas y vende boletos, es Craig y no Mara. Por más fichas que le pongamos en los próximos Oscar. En esta transposición hollywoodense se mantuvieron, no obstante, los escenarios y la idiosincracia de la obra original; hay escenas, como las que tienen que ver con la reconstrucción del desfile de Hedestad el día que Harriet desaparece, que parecieran haber sido calcadas de la versión cinematográfica sueca. Pero es un detalle que habla también de la potencia con que Larsson supo transmitir imágenes dentro de la visión literaria. La historia de un país, de una familia o de una persona, como círculos concéntricos dentro de un drama puntual, siempre es una historia atractiva si sabe ser bien contada. Larsson y Fincher tienen el pulso de aprendices dilectos o viejos maestros en este terreno.
La luz mala Ben (Max Minghella) y Sean (Emile Hirsch) son dos clásicos amigos complementarios; desde la infancia Ben se destacó por su inteligencia y Sean por su desparpajo y don de gentes. Juntos para el éxito y el fracaso, se enfrentan a este último en Moscú, donde un inescrupuloso asociado de ocasión llamado Skyler (Joel Kinnaman) los deja en la estacada con una gran inversión en software. Tratando de superar la decepción de ese viaje trunco, se meten a un bar y encuentran a dos amigas, Natalie (Olivia Thirlby) y Anne (Rachael Taylor), dos americanas "de paso" en Moscú. Y justo, justito esa noche en ese boliche donde se acaban de encontrar, se corta la luz... y comienza la invasión de una extraña raza alienígena. Los extraterrestres buscan todo lo que buscan siempre en esta clase de películas: recursos naturales... entre los que no se cuentan los humanos, claro. Y los héroes de ocasión serán esos sobrevivientes desconectados de sus raíces, de futuro incierto, atravesando una Moscú arrasada e infestada de extraterrestres "eléctricos" armados apenas con unos colgantes hechos de bombitas de luz. En algún momento se puede notar una cierta pretensión de similaridad con la más notable (y dramáticamente interesante además) "Batalla en Los Angeles". Pero lo que allí era efectismo patriotero lógico (es decir, coherente con el guión), con buena puesta en escena y gran trabajo de equipo de efectos y camarógrafos, aquí queda desdibujado y burdo por agujeros en el guión, falta de transiciones y una serie de situaciones deus-ex-machina que serían desopilantes si estuviéramos frente a una parodia al estilo de "Marte ataca!" de Tim Burton. Obvia, sin suspenso, efectista y predecible, la segunda película de Chris Gorak (pichón de Timur Bekmambetov, que figura aquí como productor ejecutivo y es responsable de mamarrachos como ) decepciona básicamente porque no cumple nada de lo que promete. Una película para ver la última noche de la humanidad, sólo si te querés ir indignado de este mundo.
Papá se volvió loco ¿Qué le pasó a Cameron Crowe? es la pregunta que surge inevitablemente a menos de 10 minutos de comenzado el filme. Es que parece mentira que el director de "Casi famosos" sea el mismo que dirigió este compendio de lugares comunes, al servicio de un guión basado muy (pero MUY) libremente en la historia real de Benjamin Mee, periodista viudo y con dos hijos, hoy co-propietario de un zoo modelo en Gran Bretaña. La acción aquí se traslada a un zoológico estadounidense, en un suburbio californiano, al que se mudan el protagonista (Matt Damon) y sus dos hijos, el adolescente Dylan (Colin Ford) y la pequeña Rosie (Maggie Elizabeth Jones), responsable, además, de las líneas de diálogo más efectistas e inverosímiles en boca de un personaje de siete años, en toda la historia del Cine contemporáneo. Benjamin es un viudo guapetón que de inmediato se gana la simpatía de sus nuevos empleados, entre ellos la atractiva directora del Rosemoor Park, Kelly (Scarlett Johansson) a fuerza de pura voluntad y mucha improvisación. Esa improvisación, ese sentido de aventura que exuda el personaje de Damon, está resumida aquí en una serie de gags previsibles, cuyo remate invariable son las sonrisas de aprobación de Johansson y Elle Fanning. Algo escandalosamente innecesario en un director de recursos y una guionista como Aline Brosh McKenna, que evidentemente tenía pocas ganas de pensar (o un material más pobre del que se creía). Qué decir del elenco infantil. Los que deberían ser un pilar de la trama (los adolescentes Ford y Fanning componiendo una pareja despareja) se notan forzados, inverosímiles. Fanning exagera su faceta "chica-simpática distinta de su hermana Dakota", a fuerza de sonrisas, como si fuera un pálido reflejo del personaje que compuso para "Somewhere", de Sofía Coppola. Ford compone a un adolescente desganado con igual desgana. Y la pequeña Jones está allí para convertirse en deus ex machina de cualquier situación que se pueda resolver derritiendo a la audiencia con su sonrisa de cachetes redondos. Los conflictos, lógicos y previsibles, tienen un adicional inesperado: las intervenciones de Thomas Haden Church en el rol del hermano mayor de Benjamin descomprimen las obviedades con humor menos forzado que el del resto de los diálogos y situaciones, en especial cuando aparecen en escena los flashbacks de la vida anterior del viudo y los niños, es decir: cuando mamá Katherine vivía. Haden Church es el único al que se lo nota cómodo en todo momento y consigue transmitir algo de esa comodidad al espectador. Con todo y previsibilidades, "Un zoológico en casa" es una película cumplidora para cualquiera que se acerque al cine con ganas de pasar dos horas en intimista aventura familiar, de vuelo bajito y con miras a un mensaje optimista en fechas donde siempre es bienvenida la esperanza. Nada más.
Chicos lindos, tiburones sueltos Un grupo de jóvenes compañeros de universidad se disponen a pasar un fin de semana de deportes acuáticos y mucha diversión en la isla del padre de una de las chicas, ubicada en el sistema lacustre del golfo de Louisiana. Plan sencillo, pero nada es lo que parece en ese paraíso miniatura. A poco de llegar, hostilizados por lugareños de mala traza, los chicos ricos y facheros descubrirán que las saladas aguas del lago esconden un aterrador secreto. Hay un cine que podríamos llamar "nueva clase B" o quizás " tan malo que es bueno" y en esa categoría, definitivamente, David R. Ellis tiene un lugar preferencial. Con productos como "Celular", "Destino final 2" y sobre todo "Terror a bordo" (sí, sí: la película de las serpientes asesinas en un avión donde Samuel L. Jackson llevaba al testigo protegido de una megacausa) se venía posicionando en ascenso dentro del mundillo de acción hollywoodense que conoce tan bien por su larga experiencia como extra de riesgo. En esta propuesta, Ellis eleva el listón un poco más de lo recomendable, apoyándose en un presupuesto mediano, actores prácticamente desconocidos y la irresistible atracción que los tiburones ejercen en la audiencia desde que Spielberg los hizo debutar en la pantalla grande. ¿Alcanza? Apenas. Sorteada la muy efectista y promisoria secuencia de títulos, los clichés (ya no puede llamárseles "homenajes") son patentes desde la escena incial, con chica linda en bikini enfocada con cámara subacuática, se refuerzan en la presentación exageradamente superficial de los personajes protagónicos (todos carne de cañón, para qué esmerarse...) y resuelven muy rápidamente una trama que no tiene transiciones dramáticas, y sí muchos momentos que rayan la comicidad grotesca. Tamaño despropósito sólo tiene su razón de ser en el negocio del cine 3D; "Terror en lo profundo" conjuga lo más básico del cine de terror adolescente y lo más básico de las nuevas tecnologías al servicio de una trama que es pura acción y (mediocres) efectos visuales. Eso sí: los amantes de los tiburones se harán un auténtico festín promediando la trama, que es cuando el filme levanta algo la puntería y se revela tal cual es, sin pretensiones de algo más que un entretenimiento ligero.
Algo sobre mi madre Bruno (Valerio Mastandrea) es un profesor de hotelería y poeta frustrado que ya frisa los cuarenta años. Misántropo, huraño, se resiste a tomar las riendas de una vida adulta y se ha anclado en el pasado para justificar su adicción a los opiáceos y la falta de resolución de sus situaciones familiares y maritales. Su hermana Valeria (Giulia Burgalassi) lo va a buscar a la facultad con un ultimátum: es la última oportunidad para que se acerque nuevamente a su madre, Anna (Stefania Sandrelli), que convalece de un cáncer terminal en un hospicio de Livorno. No es una tarea fácil para Bruno confrontar situaciones que evocan, a su entender, el origen de todos los males de los Michelucci. Si Anna no hubiera sido elegida la Mamá Más Hermosa de la playa de Livorno en 1971... quizá todo lo que llegó después no habría sucedido. Anna habría aguantado, como hasta ese entonces, el trato despótico de su marido Mario (Sergio Albelli). Bruno y Valeria no habrían dejado la comodidad de su hogar para correr aventuras de hotel en hotel mientras Anna revelaba su auténtica personalidad: la de una mujer cautivadora e impredecible, capaz de alterar el aire a su alrededor. Como efectivamente alteró a Bruno, un hijo incapaz de superar la barrera que lo separa de esa mujer a la que ama y admira a su pesar. Aunque contiene y desarrolla muchas unidades temáticas de interés, no todas bien logradas (del breve homenaje al cine italiano de los ´70, a la torpe y estereotipada tía de los niños Michelucci) hay, cualitativamente, una gran distancia Para homenajes al drama edípico ya existe una notable película italiana, con mucha más sangre y explosividad insular: "Respiro" (Emmanuele Crialese, 2002), con una desmesurada Valeria Golino que en la Sicilia de los años ´90 es compañera y tormento de sus hijos varones. En esta cuestión nuclear análoga (la relación de Anna y Bruno y cómo él se construye con los años en relación a sus vivencias infantiles), faltó bastante alma y empatía entre los personajes. Quizá no sea una falla del director y co-guionista, sino de los actores. Por lejos, las situaciones ambientadas en la actualidad son las de mayor impacto sobre el espectador y aquí se lucen, sin excepción, actores y equipo de producción. Una propuesta que apela a la nostalgia
Sobrevivir a la obsesión El doctor Robert Ledgard (Antonio Banderas) es un hombre de mediana edad, parco en sus gestos y palabras, una eminencia en su especialidad: la cirugía plástica. Lleva algunos años retirado en una clínica-casa llamada El Cigarral, en las afueras de la ciudad, con la única compañía de su fiel criada Marilia (Marisa Paredes) y una paciente muy especial que está confinada a una habitación hermética. La joven paciente (Elena Anaya) alterna momentos de sumisión resignada a su condición de cautiva, con otros momentos de rebeldía que la dejan al borde del paroxismo. Porque Vera no está allí por su propia voluntad; el doctor Ledgard tampoco es el profesional equilibrado y compuesto que sus colegas creen, y en medio de ellos se extiende una red de ocultamientos y una historia de tragedia, crímenes y violaciones a la ética. Una visita inesperada a El Cigarral trastocará el orden que Robert supo cultivar en años de reclusión; el quiebre se suscita justo cuando la obra máxima del cirujano ha culminado. Porque la ambición de Robert es, ni más ni menos, que la perfectibilidad de la piel humana. Un descubrimiento que, de haberse producido años atrás, le habría salvado la vida a su esposa Gal. Los almodovarianos puros se reencontrarán con un atisbo de aquél cine desquiciante, descolocado que fue el sello del manchego en los noventa. Los más neófitos, una película que es pura adrenalina desde el comienzo, pese a alguna morosidad en el relato. Los diálogos, en general, son circunstanciales y bastante olvidables (con la sana excepción de las escenas que comparten Banderas-Cornet y Banderas-Anaya). En todo caso, no defrauda, aunque sobre el final la tensión afloja el nudo de tal manera que parece que hubiéramos entrado en otra película; justo cuando todo termina. ¿O es que empieza?