Mirada al arte como rehén y víctima.
En este film-ensayo sobre el Museo del Louvre (y sobre París y Francia, además de los imperialismos europeos), el uso indistinto de recursos documentales y de ficción es el punto de partida para una reflexión sobre la relación entre el Arte y la Historia.
“Por supuesto que, hace mucho tiempo, aquí no había nada. En el siglo XII construyeron un fuerte con un castillo. Y así comenzó. Trabajarían la tierra, construirían sobre ella, reconstruirían y se la entregarían unos a otros sin ceder”, afirma la voz de Aleksandr Sokurov al promediar Francofonía, su primer largometraje en cuatro años, que parece complementar (o completar o comentar) el anterior, El arca rusa. Ese “aquí” refiere al kilómetro cuadrado ocupado desde hace siglos por lo que hoy es el Museo del Louvre y sus alrededores. En este film-ensayo en un sentido estricto, el uso indistinto de recursos documentales y de ficción es el punto de partida para una nueva reflexión sobre la relación entre el Arte y la Historia. O, si se quiere, sobre las historias que atraviesan las creaciones artísticas, su conservación o destrucción, y los vaivenes de la humanidad a través de los tiempos, en particular durante el siglo XX. Francofonía es una película sobre el Louvre, sobre Francia y la ciudad de París, pero también es, esencialmente, una película sobre Europa, acerca de los diversos imperialismos que la recorrieron, sus vencedores y vencidos. Y sobre la permanencia del arte en los museos, testigos mudos de los cambios y de las ideas y venidas de los hombres y mujeres.
Si El arca rusa, filmada en el Museo Hermitage de San Petersburgo, estaba marcada por el prodigio técnico y artístico de su único plano-secuencia de 90 minutos, el andamiaje formal de Francofonía está sustentado sobre el concepto de la fragmentación. Por el corte de montaje, pero también la sobreimpresión, la división del cuadro en múltiples imágenes, el retoque digital, la acumulación de idiomas. Sin embargo, como en aquel film, aquí también las voces conversan entre sí, aunque estén separadas por décadas. O siglos. Napoléon es uno de los fantasmas que recorren el Louvre, repitiendo constantemente “Soy yo” a quien pueda y quiera oírlo; también Marianne, condenada a llevar el gorro frigio y a reiterar el lema de la República. El centro de este film con forma de espiral de varios brazos es la ocupación nazi en Francia, durante la Segunda Guerra Mundial, y la relación que se establece entre Franz Wolff-Metternich –militar alemán de origen aristocrático, dueño de un gran amor por el arte, enviado por el Tercer Reich para ocuparse del plan de conservación de obras del Louvre– y Jacques Jaujard, funcionario público, ferviente republicano y director de la institución durante aquellos años.
La propia reconstrucción ficcional de esa historia, que ocupa menos de un tercio de metraje, pero a la cual se vuelve una y otra vez, es puesta en evidencia por recursos oportunamente obvios: la claqueta que da inicio a la acción, el empleo de herramientas digitales para “avejentar” la imagen, la pista de sonido monofónica a la izquierda del cuadro, anacronismo que, sin embargo, guarda relación con el período representado. Otras imágenes, muy reales, registran la visita de Hitler a París, la vida cotidiana en la “ciudad abierta”, el desfile de militares alemanes por diversas rues y avenues. Y las muertes y entierros colectivos durante el sitio de Leningrado, que Sokurov utiliza como contrapunto para una de sus teorías: los alemanes protegieron la cultura occidental de sus vecinos, los franceses, pero no podía importarles menos la de sus enemigos rusos. En el inicio de Francofonía, el realizador se comunica con el capitán de un barco en altamar, cuyo lomo transporta obras de arte que corren el riesgo de ser devoradas por una tormenta. La situación se repite en varias ocasiones a lo largo del film y, sobre el final, algunos planos de containers flotando a la deriva confirman el estatus de metáfora de ese leitmotiv.
Porque, visto de esa manera, el arte no es otra cosa que un rehén de los seres humanos, una mercadería transportada a lo largo y ancho del planeta y a través de las centurias. Una víctima del mundo que les dio origen. La película reproduce algunas obras pictóricas –algunas muy famosas, otras desconocidas, excepto para el especialista–, pero la cámara se detiene aún más en esculturas de tiempos remotos. O en una momia egipcia, que la cámara recorre de manera casi táctil, como si se tratara de un baile ultraterreno, necrófilo. Tan lejos del institucional como del documental nacido, por su temática, con pedigrí artístico, Francofonía se impone como una lúcida cavilación sobre el devenir de los hombres, sus traiciones y miserias, sus locuras y cobardías, pero también sus pequeños y secretos actos de heroísmo.