El arte en el medio de la tormenta
Cuidar la obra de arte es necesario, es preocupante. Asegurar un destino trascendente. El cineasta ruso despliega en su película sus temores, mientras recrea la ocupación nazi en Francia durante la Segunda Guerra y el destino del museo Louvre.
La obra de arte es fáctica, cierta, ocupa lugar en el espacio, se percude con el tiempo, ¿cómo y dónde guardarla? El riesgo es permanente, ni qué decir con el caso cinematográfico argentino, sin cinemateca, con sus películas a la deriva, la gran parte ya perdidas, condenadas a recuerdos u olvidos; a la par de copias pixeladas, sin textura de cine, que sobreviven -como refugio falaz- en YouTube.
El inicio de Francofonia es, precisamente, éste. En alta mar, un navegante enfrenta la tormenta mientras se comunica de a ratos y desesperado con el mismísimo Alexander Sokurov. El peligro de que las obras que transporta se pierdan pareciera ser motivo para el despliegue interior de este cineasta que también se pierde en esa otra mar sin orillas que es el pensamiento.
Si pensar implica organizar ideas dispersas, la película de Sokurov hará este mismo esfuerzo: varios registros y recursos que permitan una relación sígnica, posible a través del montaje. El montaje es operación intelectual, el cine es montaje. ¿Cuál es el destino de las obras de arte? El nudo es éste, que Francofonia decida detenerse en el Louvre, durante la Segunda Guerra Mundial, es su consecuencia. No habría necesidad de pensar este hecho si no existiera la necesidad de aquella pregunta. Desde luego, el momento histórico elegido es crítico, quiebra al medio el siglo pasado al tocar uno de sus momentos más espantosos.
Durante la ocupación alemana, el museo del Louvre necesitó de la colaboración entre su director Jacques Jaujard y el oficial nazi Franz Wolff-Metternich (interpretados respectivamente por Louis-Do de Lencquesaing y Benjamin Utzerath). El vínculo entre estos hombres habilita a Sokurov a una descomposición fílmica pero articulada. En este sentido, la época estará evocada a partir de los registros de archivo y desde la recreación ficcional. Lo que provoca de manera extraña, ya que las paredes del museo ofician tanto de testigo de un caso como también del otro. Así, los pasos que los actores dan dentro del Louvre resuenan como lo deben haber hecho setenta años atrás, y antes también, junto a los fantasmas de Marianne y de Napoleón (compuestos por Johanna Korthals Altes y Vincent Nemeth).
Hay varias tomas aéreas de París que hacen del Louvre un corazón que late historia; al retratarlo de este modo, Sokurov permite el recuerdo de esa otra arteria vital que es la Biblioteca Nacional de París (y de cualquier otro lugar), que Alain Resnais recorriera como laberinto en Toute le mémoire du monde (1956). Como si el cine se asumiera a sí mismo de manera responsable, también urgente: lo que existe está, siempre, a un paso de desaparecer; una tarea que pelea contra el tiempo, que se sabe fatalmente inútil, pero que sin embargo persiste. También Orson Welles comentaba sobre el estrago del tiempo, a través del hechizo del arte y versos de Kipling, en F for Fake (1973). (Otro ejemplo suficiente lo permite la coyuntura, ya que el Louvre debió por estos días evacuar sus obras, ante el peligro de inundación que supone la crecida del Sena).
Por otra parte, hay un lazo que comunica Francofonia con las películas anteriores del director ruso. Por un lado, indudablemente, con El arca rusa (2002), cuya acción de plano secuencia se desarrollaba dentro del Museo Hermitage, de San Petersburgo. Por otro lado, a través del detenimiento en personajes de pulsión histórica decisiva. La aparición en Francofonia de Hitler -cuya voz es interpretada sobre las imágenes de archivo, como otra manera de recrear, tan válida como lo puede suponer la tarea íntegra de un actor- es consecuente con la de otras personalidades de índole similar, que Sokurov ya abordara: Lenin y Stalin en Taurus (2001), el emperador Hirohito en El sol (2005). Hitler, de hecho, también había sido uno de los personajes de Moloch (1999), con la atención puesta en Eva Braun. En todas estas películas, lo que sobresale es la detención en momentos íntimos, en situaciones sin embargo intensas, en donde hay lugar para el silencio, como reparos pequeños dentro del maremoto histórico que estas personas impulsan.
Lo mismo puede decirse respecto de la relación entre Jaujard y Wolff-Metternich, personajes dramáticos e históricos, de adhesiones ideológicas dispares y, sin embargo, preocupados por el destino de estas obras. El arte, tal vez, aparece en Sokurov como una instancia de superación, como la posibilidad de pensar un después que transgreda, ni más ni menos, que a designios funestos, totalitarios. El ardid que el cine supone implica otra cuestión, que da razón al ejemplo del Louvre durante la ocupación; es decir, y desde la suposición contrafáctica, ¿qué hubiese sucedido si Jaujard y Metternich no se ponían de acuerdo, o si hubiesen sido personas distintas?
Desde una acepción cinematográfica tan particular, como la supone el cine de Sokurov, puede decirse también que su película, en tanto llamado de atención sobre un problema que es instancia de reflexión y reunión colectiva, responde a otras de cometido similar; es el caso de El tren (1964) de John Frankenheimer, y Operación Monumento (2014) de George Clooney. Que se trate de cinematografías y estéticas tan diferentes, no elude la preocupación análoga.
Pero con Francofonia hay algo dilemático, ya que es una elegía a Francia. Libertad, igualdad y fraternidad, dice Marianne. Palabras que son abstracciones, que promueven acciones. ¿Cuáles son hoy sus sentidos? ¿Por qué la reiteración? ¿Qué es lo que esconden sus colores de bandera, ya pensados de manera magistral por Kieslowski en Bleu, Blanc, Rouge, así como por Aristarain en Lugares comunes?
Antes que dar una respuesta, mejor promover la pregunta. Allí se arroja Sokurov: dentro suyo; y, gracias al cine, en el adentro mismo de todo espectador.