Clint Eastwood y el thriller de duelo
El estreno de El francotirador de Clint Eastwood me mueve a recorrer parte de la filmografía del director y me reconecta con géneros que me gustan especialmente. Uno tiende a dejar de ver las películas que más lo estimulan en favor de abocarse al cine que se discute y se estrena, un poco para que la escritura se encuentre con el cinéfilo-lector. Pero en este caso las dos necesidades confluyen.
Eastwood evidentemente tiene un gusto cinematográfico muy amplio. La variedad de géneros, e incluso de tonalidades, que aborda, a lo largo de sus casi cuarenta películas dirigidas, lo demuestra. Ha filmado westerns, policiales, homenajes a Hitchcock, aventuras espaciales, bélicas, dramas y hasta comedias.
Sin ser gran conocedor de su período actoral, es fácil reconocer que se forma fundamentalmente en el western de los años sesenta, como actor protagónico, y gradualmente va tomando la posta como director, filmando primero unos cuantos westerns (más allá de su primera película, de 1971, que entra en el subgénero “psycho killers”) y luego migrando hacia otros géneros, o por cuestiones intelectuales o por placer. Porque si hay algo que ha demostrado Eastwood con el correr de los años, como esos vinos que cuanto más añejos más refinado es el gusto, es que además de ser un gran cinéfilo es un verdadero pensador dentro del medio cinematográfico.
Ese fue uno de los hallazgos medulares que hizo la revista El amante en sus comienzos: rescatar el oficio cinematográfico y el valor intelectual de este director, que lograba revitalizar al cine norteamericano recuperando aquél clasicismo de sus épocas doradas. Hallazgo que no habían hecho ellos sino sobre todo Hollywood con el estreno en 1992 de Los imperdonables, para muchos el último gran western de la historia. Es por el entusiasta rescate que hizo la principal revista de crítica en Argentina en los noventa que discutir hoy a Eastwood no es solo hablar de cine, sino además poner en tela de juicio ciertas vacas sagradas de nuestras propias escuelas de formación cinéfila. A la gran efervescencia política del presente, hay que sumar esta interna propia de la crítica nacional.
Me quiero detener en un tipo de cine con el que Eastwood, más que reflexionar, disfruta. No es el único género que le gusta, pero sin dudas es uno de sus predilectos. Se podría resumir en el género policial, pero en realidad me refiero a un subtipo aún más específico: el duelo a muerte entre dos hombres tácticos, a grandes rasgos uno representante del bien y otro del mal. Uno de ellos cometiendo crímenes aberrantes para ganar la atención del otro y dar sentido a su vida precisamente en esa contienda. El otro persiguiendo al primero sin saber mucho por qué lo hace, aunque en el fondo sabiendo que tener que lidiar con la miseria del mundo también le da un sentido a su propia existencia.
Creo que son dos las películas contemporáneas que marcan fuerte una parte importante del cine de Eastwood: Enemigo al acecho (2001), de Jean Jaques Annaud, y En la línea de fuego (1993), de otro peso pesado como Wolfgang Petersen. El francotirador parece un claro homenaje a la primera de ellas, al relatar un duelo a muerte entre dos soldados imprescindibles de cada ejército, ambos francotiradores. En ambas historias se habla de los métodos de guerra actuales y la importancia de los francotiradores, no solo táctica sino también simbólica, dado que los mejores se convierten en “leyenda” o “héroes nacionales”, pero también en objetivo principal del enemigo que busca eliminarlos para desmoralizar al bando contrario. Pero además de abordar estos temas, entre otros, las dos películas son atrapantes thrillers (con elementos biográficos en el caso de El francotirador) basados en una contienda a muerte entre dos guerreros con gran conocimiento técnico en el campo de batalla.
La segunda película que impactó profundamente, me animo a decir, al director de El francotirador es En la línea de fuego, como ya dijimos, de Wolfang Petersen, autor de la inmortal Troya. Dicha película lo tiene al propio Eastwood como protagonista (de ahí que haya sido importante en su carrera como director), haciendo de agente de seguridad del presidente norteamericano, con la misión de enfrentar a otro ex agente de inteligencia que se vuelve loco (o no) y decide volcar toda su capacidad técnica en asesinar al protegido del primero. Este genial anti-héroe es recreado por John Malkovich. También acá hay gente que sabe fabricar armas y que dispara a distancia con increíble precisión. Son dos expertos en lo suyo que se traban en una contienda en la que están en juego las vidas de otros y las suyas propias.
Se da la particularidad de que este miembro de la guardia presidencial (Eastwood) tiene un trauma profundo porque en el pasado no pudo detener el asesinato de Kennedy (Petersen realiza ciertos montajes de imágenes donde puede verse a Eastwood caminando al costado del auto que llevaba a Kennedy el día de su muerte). El nuevo asesino conoce mejor que nadie la frustración personal de su contendiente, y quiere terminar de quebrarlo moral y militarmente volviendo a hacer que pierda el control de la situación.
La teoría del guión afirma que una buena historia necesita hacer que confluyan un conflicto externo (el riesgo de muerte del presidente) y un conflicto interno del protagonista (no volver a caer en el fracaso profesional, hacer bien su trabajo, sentirse demasiado viejo, etc.). Este doble aspecto de todo buen relato obsesiona a Eastwood a lo largo de su filmografía.
Trabajo de sangre (2002), dirigida y actuada por Eastwood, es otra película que entra en el subgénero de duelo a muerte entre dos inteligencias que se miden. Un policía de homicidios es provocado por un asesino que le deja mensajes con sangre en cada escena del crimen. Mientras corre en un callejón al asesino, dado que ya tiene sus años encima, sufre un ataque al corazón que lo deja postrado. A los dos años recibe un trasplante y, sin pertenecer más a la fuerza policial, retoma el oficio de investigador porque una mujer le pide que investigue quién asesinó a su hermana, la misma de quien sacaron el corazón que le pusieron a él. La cosa se pone cada vez mejor dado que el mismo asesino del pasado termina siendo, en el presente, quien eligió la víctima perfecta (con el mismo tipo de sangre que él) para devolverle la vida y que la contienda pudiera continuar. El ex policía siente la responsabilidad de vengar la muerte de la mujer a la que se arrebató la vida para otorgársela a él. En las películas de Eastwood siempre está el dilema, la responsabilidad, en casos hacer cosas malas en nombre de bienes mayores, en fin, la compleja psicología que mueve a un personaje en medio de un drama colectivo.
A lo largo de las últimas décadas, Eastwood puso mucho énfasis en el tema de la vejez y el tener que afrontar ciertas circunstancias complejas de la vida a una edad adulta. Prácticamente todas las películas que lo tienen como protagonista desde comienzos de los noventa resuelven el conflicto interno de los personajes de esa manera. Pienso en El principiante, Los imperdonables, Jinetes del espacio, Trabajo de sangre, El gran Torino, La chica del millón de dólares, y seguramente varias más.
Pero volviendo al tema inicial, uno de los géneros que más apasiona al director norteamericano podría definirse entonces como “thriller de duelo”. Las películas contemporáneas de asesinos seriales (Trabajo de sangre de hecho lo es) explotan al máximo esta estructura narrativa simple pero efectiva, que quizás provenga del western y el duelo a muerte entre dos cowboys, en un territorio donde las fronteras entre el bien y el mal son difusas.
Afirmar que los personajes de Eastwood representan el bien y el mal respectivamente es simplificar la mirada del director. Si bien por momentos en su obra parece haber guiños al cristianismo, a veces también hay una mirada cruda del reino de la moralidad y hasta un ateísmo desenfadado. El periodista de Ejecución inminente (1999), luego de escuchar de mala gana a un injustamente condenado a muerte que le dice que Dios lo espera en el paraíso, contesta que a él no le interesa Dios, ni el bien, ni el mal, solo tiene olfato para encontrar la verdad. Los hombres pueden creer, pero en definitiva siempre parece regir el libre albedrío, donde “buenos” y “malos” (que nunca lo son tanto) actúan con igual derecho y libertad. Sin parámetros certeros de lo que se debe hacer, los personajes de Eastwood padecen las circunstancias y deben tomar decisiones, que a su vez tienen consecuencias y nunca son impolutas. Pero el existencialismo sartreano en la obra del norteamericano es tal vez materia para analistas más obsesivos. En medio de tanta ideologización de la crítica y los debates en general, no es malo retomar lo que hay de amor al cine dentro del cine.