La banalidad de matar y morir
La última película de Clint Eastwood es muchas películas en una, podríamos decir para empezar. Seguramente también una de las que más debate generará fronteras afuera de los Estados Unidos, y alguno podrá decir que la más republicana (el viejo Clint venía disociando su militancia política de su cine).
Como en la reciente “Foxcatcher” de Bennett Miller (rival en los Oscars), acá hay biopic (uno de varios este año) con tragedia y letritas blancas sobre fondo negro contando el final. Porque si bien la base del relato es la autobiografía del protagonista (el Navy Seal Chris Kyle), la historia alcanza su cierre con los sucesos posteriores a la redacción de ese libro, lo que quizás cambie el sentido de lo que la historia había sido hasta ahí.
Miradas
“Francotirador” trabaja a varios niveles. El primero, el plano general, nos pone en el mundo que Kathryn Bigelow nos mostró en “Vivir al límite”. Si en aquella obra el protagonista era un experto en desactivar bombas, acá tenemos al francotirador más letal de la historia. Ambos se mueven entre el trabajo en equipo y el ser lobos solitarios, aunque Kyle tiene una cierta pasta de líder. Otro punto en común, que aquí se muestra más (Bigelow era más minimalista) es la incomodidad en los períodos de estadía “civil” en Estados Unidos (esa cosa de la guerra posmoderna: los soldados rotan turnos de servicio, quizás porque los conflictos no tienen fecha de terminación visible o para que la guerra sea menos guerra).
El largo flashback del comienzo recorre la “vida anterior” del soldado: la crianza de su padre texano, a fuerza de enseñar a cazar y a ser “un perro ovejero” que cuide a las “ovejas” (los débiles) de los “lobos”. Ése sería el costado más psicológico, que explica cómo un vaquero de rodeo de ideas simples decide entrar al durísimo entrenamiento de los Seals (el cuerpo de élite de la Marina): “Mira lo que nos hicieron” dirá ante un atentado anterior al del 9/11. Para el ojo atento, hay a su alrededor una calcomanía con el lema “No jodan con Texas”, emblema de George W. Bush.
Como mucho del buen cine bélico, muestra la guerra “a ras del piso”, como una sucesión de misiones sin tanta articulación ni demasiados resultados necesariamente visibles (y menos en un contexto como el conflicto urbano posterior a la invasión). Entrar a Irak, matar, perder un compañero, salvarse, volver a casa, no encuadrar, volver a Irak: cuatro “tours” hizo Kyle en el Medio Oriente. Pero como a eso hay que buscarle un sentido (por parte de quien narra, sea Eastwood o Kyle en el libro), hay un eje de tensión entre “Leyenda” (el apodo que le ponen sus compañeros) y “Mustafá”, el campeón de tiro olímpico sirio que se convierte en su némesis, con quien se buscarán para dirimir un “duelo” a lo largo de años.
Por lo demás, la representación visual es impactante: rodada en Marruecos, probablemente sea la más lograda trasposición al celuloide del conflicto iraquí: las calles de Fallujah o Sadr City (en Bagdad), los Renault 12 llenos de yihadistas persiguiendo los Humvees de la ocupación, la tormenta de arena, los horizontes vistos desde un dron,un helicóptero o el más terrenal nido del sniper.
Recursos
Eastwood no oculta el choque entre los crueles seguidores de Zarkawi (en la segunda etapa del conflicto, Irak se ha llenado de yihadistas extranjeros) y las fuerzas de ocupación que parecen no entender nada: ni el idioma, ni la cultura, ni por qué están ahí. En ese sentido, si “Vivir al límite” y “La hora más oscura” eran tan acríticas que enojaron a un par (parece que siempre estamos buscando un alegato a favor o en contra), aquí puede irritar que Kyle pelee para que “ellos” no lleguen a territorio estadounidense.
Desde lo cinematográfico, el único reparo que podríamos hacer es cierta sinuosidad en el relato: algunos momentos de distensión dejan al espectador en el aire, después de tanto “corazón en la boca”. Lo mismo pasa en el final, donde lo central “se dice” con las letritas. Un final que muestra lo banal de la guerra, y que (por más esfuerzos que se hagan) la guerra queda dentro de uno.
Por todo lo que dijimos, obviamente el peso actoral recae en primer lugar en Bradley Cooper, que desarrolló su físico para emparejarlo al del frogman, buscó el parecido, y logra plasmar con los recursos justos la psicología del personaje (lejos del exceso de emociones de “El lado luminoso de la vida”), demostrando el crecimiento como intérprete de sus últimos años.
Su contracara no puede ser otra que Sienna Miller como Taya (parece joda, pero ella fue la esposa de Dave Schultz en “Foxcatcher”: se ve que está eligiendo bien). Morocha para parecerse a la señora de Kyle, aquella adorable pero atolondrada compañera de casa del “Keen Eddie” (la serie en la que empezó a carretear) se ha convertido en una mujer plena y firme en su composición (aunque no sea una Amy Adams, por tirar un nombre).
En resumen: a los 84 años, el viejo Clint todavía puede hacer una buena cinta bélica. Quizás no esté a la altura de “La conquista del honor” o “Cartas de Iwo Jima”... o quizás la arena esté demasiado caliente como para poner la perspectiva en frío.