s películas de Vietnam hablaban de la decadencia estadounidense, del fin de un prestigio universal que había surgido de luchar contra un enemigo preciso y sin ningún rasgo redimible: el delirio de dominio global de los nazis y la infame racionalidad puesta al servicio del exterminio generalizado no admitía dudas, ni políticas ni morales. Después, la disputa fue otra, los relatos se complejizaron y las guerras venideras ya no gozaron del beneplácito de antaño.
Las películas de guerra en Irak y Afganistán ya no consiguen ni siquiera esbozar una decente hipótesis geopolítica. El mito se ve como mito y la racionalidad política se reduce a ciertas aporías inestables, o la voluntad de poder queda directamente en fuera de campo. Es por eso que los tours bélicos a tierras en las que supuestamente nacen terroristas como hongos instigan solamente a filmar retratos de la inestabilidad psíquica del soldado.
En este caso, se trata de uno que gatilló 160 veces y se llevó puesto a todo aquel que pudiera comportar un verdadero peligro en el campo de batalla. Si el sospechoso estaba en edad de aprender la tabla del 6 o en convertirse en abuelo, no importaba. Eso no implicaba que a Chris Kyle no le doliera tener en la mira a un niño, y a Eastwood tampoco le da lo mismo: la secuencia inicial en la que Chris tiene que decidir si le dispara o no a un infante es notable por su resolución. Flashback, falso raccord y una genealogía directa de cómo se llega a ser un francotirador en América, seguido por una introducción sucinta a la filosofía social propia de cavernícolas en la que se inscribe el héroe americano: están los perros, los lobos y los pastores de perros, figuras de una tipología sociológica amateur; el héroe es este último, el que defiende a los débiles.
Nada de sutilezas en Francotirador. Lejos está Eastwood de la delicadeza de Cartas desde Iwo Jiwa, capaz de pensar seriamente en la otredad, y de La conquista del honor, en donde contrariaba el impúdico heroísmo bélico. Las grandes películas de guerra siempre dicen lo mismo: todos pierden, todos. Quizás hay aquí un sentimiento difuso de la inutilidad de los cuatro viajes de Chris. Su hermosa mujer siente que lo ha perdido y en cada regreso a casa Chris sigue habitando en el país de las tormentas de arena. Aún hay que salvar soldados, aún debe aniquilar al francotirador enemigo (la secuencia completa en la que Chris consigue dispararle es un prodigio cinematográfico).
Basada en la propia autobiografía del soldado, Eastwood y su guionista han hecho los recortes necesarios para imprimir la leyenda y eludir las contradicciones y zonas oscuras de su protagonista, una leyenda que aquí tiene sabor a verdad, en especial cuando Eastwood elige concluir su filme con material de archivo del pueblo estadounidense honrando a su héroe caído.
Nefasta cultura la de los héroes, reales o imaginarios, pues allí se refrenda siempre un ideal nihilista por el cual la muerte es más grande que la vida.