¡No profanar el sueño de los muertos! nos imploraba Ray Lovelock desde las afueras de Manchester en cierto film de Jorge Grau. Suponemos (y confirmamos) que Lovelock se refería a los muertos del género humano. Gracias al cielo, no especificó nada relacionado con mascotas.
Esta versión animada y extendida de Frankenweenie retoma aquel cortometraje que en 1984 significó el divorcio creativo entre Tim Burton y los luminosos muchachos de la Disney. Sin embargo, cabe recordar que un par de films después de aquella ruptura, Burton la pegó (había y hay mercado para esa clase de oscuridad) y Frankenweenie fue desempolvada y relanzada al mercado -en video- llenando las arcas de ambas partes. De modo que a este exponente de arte-objeto lo resucitaron dos veces hasta la fecha. Nos detendremos en la última vez.
Más allá de los guiños/homenajes a Karloff, Vincent Price, Peter Lorre y Gamera (ciertos colegas lo confunden con Godzilla) y de los tiernos personajes longilíneos a los que Burton nos tiene acostumbrados desde Vincent, debemos confesar que Frankenweenie nos resultó Exquisita, como la marca de bizcochuelos y gelatinas.
Víctor y Sparky antes del shock galvánico.
Sparky -la atolondrada mascota de Víctor- es atropellada y se va al cielo de los perritos sólo por un rato, pues su dueño padece un éxtasis cientificista (cebado por un profesor capo) y decide revivir al can aplicando las ideas del genial Luigi Galvani, ese señor que en 1800 teorizó respecto a tejidos muertos, impulsos electromagnéticos y músculos contraídos. Si el galvanismo parece funcionar bien en ranas ¿por qué no en perros? pensará Victor, que elevará la dosis de picana a su máxima expresión a través de rayos y centellas, y provocará el regreso de Sparky, que vuelve igual de atolondrado y lindo, pero con moscas y trozos de carne un poco flojos.
El regreso del pichicho provocará envidia e insana competencia entre los compañeritos de Vincent que también quieren ser los mejores de la cursada y -una vez descubierto el procedimiento- todos se dedican a reanimar muertos. Nadie revive una abuela, un tío, un hermanito, un papá o una mamá. La idea es revivir algo muy tuyo, algo que fué recipiente al 100% de tu amor y viceversa. Mascotas, por supuesto. En general perros, pero también pueden aparecer reptiles, aunque todavía no se ha comprobado científicamente la cantidad de amor que puede recibir (y dar) una tortuga. Cuando hacés trampa y revivís una mascota adquirida exclusivamente para este menester, la pudrís. Lo mismo si revivís al asqueroso murciélago que te trajo de regalo tu estúpido y altanero gatito. Y ni hablar si lo que estás buscando revivir son miles de ejemplares de artemia salina (seamonkeys).
¡Eh, gato!
Parecería, por lo tanto, que si no hay lazo afectivo fuerte... el animalito resucitado vuelve violento y con ganas de bardear. Lo importante es querer mucho, y que te quieran supongo. Y Burton quiere muchísimo a Frankenweenie -una de sus criaturas más bonitas a la fecha- y el film que lo revive y lo resguarda hace justicia respecto a ese cariño.
No contamos un solo plano que no nos resulte una auténtica belleza, pocas veces hemos visto tormentas y barriletes tan bien puestos, jamás pensamos que una linterna podía funcionar como pincel tranquilo y anestésico en la más frenética de nuestras búsquedas, y -por sobre todas las cosas- nunca asistimos a una subjetiva canina tan efectiva como aterradora (un parque de diversiones desde ese ángulo y a ese nivel de sensaciones).
Burton subió el voltaje al mango y resucitó a su perrito una vez más. Y ambos se han querido tanto a lo largo del tiempo que el resultado -lejos de ser violento y bardero- es una pequeña maravilla. El correr del tiempo nos enseña que tenemos que aceptar la partida de algunas cosas, y el correr del metraje nos indica que eso no siempre es acertado.