No hablaremos aquí de los laberintos referenciales a los que da lugar Berberian Sound Studio por que el catálogo del festival Bafici 2013 ya lo hizo en su momento por nosotros (se menciona a Kafka y Lynch, dos comodines que se pueden aplicar a casi cualquier película incluyendo Te Rompo el Rating con el Gordo Porcel) y ya hemos ido y regresado más de una vez sobre ese tema: Tenemos para nosotros que Amer (2009, Bruno Forzani) hizo algo similar en cuanto a forma y estilo -cargarse la stampa Argento y la psiquiatría musical de Goblin- aunque en ese caso el resultado fuera sorprendente al principio, más o menos lindo hasta la mitad y aburrido de allí en más, ahogándose en un rulo insoportable semejante a una publicidad de Campari ó Gancia Spritz, hoy tan de moda ambos. Berberian Sound Studio nos sumerge en un período de vida cortito pero contundente para su protagonista: Toby Jones, en la piel del sonidista inglés que acepta realizar trabajos de postproducción en un film de trama extraña y asesino fetichista (consideramos que decir "Giallo" es hacerse el cancherito). El estudio donde se desarrollará su trabajo está plagado de hombres cínicos y controvertidos y muchachas altas, extravagantes y con curvas dignas de colapso cardiorrespiratori para cualquier persona, excepto quizá para un sonidista. Jones conmueve a la ampulosa hinchada femenina con su reducida bolsita de trucos (frota una bombita de luz contra un portavinilos 45rpm y genera magia sonora de navecita espacial) pero cuando a las damas se les pasa el pedo él se queda solo y jugando con una araña. La creación de sonidos sigue siendo algo interesante en su concepción y sus primeros ejemplos, para después convertirse en algo rutinario y medio aburrido (tal y como Amer en su totalidad, consultar el primer párrafo). Cuando el oficio de sonorización se retrata de modo gentil y disparatado (como en Track Stars: The Unseen Heroes of Sound, 1979, Terry Burke / Andy Malcolm), este empleo puede resultar maravilloso y efervescente, pero cuando se lo retrata como un método catártico para liberar venenos internos, las cosas empiezan a descolocarse aunque aún exista un atisbo de efervescencia. Amén de resultarnos regocijante, es sumamente injusto que Berberian Sound Studio se empeñe en convertir una sesión de foley en un clip de impulsos propios de un trastornado: Si de sonorizar una vagina penetrada por un hierro al rojo vivo se trata, no te queda otra que meterte tu bonhomía en el tuétano y lanzar un churrasco crudo sobre una sartén caliente, procurando que haya cerca un micrófono direccional encargado de captar el crepitar de los jugos y la carne. Tal vez resultaría más saludable dirigir nuestra mirada condenatoria hacia el reventado que dirigió/escribió la secuencia de la vagina penetrada por el hierro y no tomárselas con un sonidista que hace su trabajo con eficacia al punto de generar odio si se le ocurre sugerir que la ecualización de una escena se encuentra floja de agudos. Lo de advertir flojera de agudos podría interpretarse como el gesto de un imbécil, pero en realidad una escena floja de agudos en un film italiano de trama extraña y asesino fetichista es algo muy malo. Los agudos calan hondo a través de nuestros oídos, nos ofrecen una considerable alteración sensorial y nuestro cerebro puede permitirse el lujo de recibir esos impulsos eléctricos y transcodificarlos en emoción.Así las cosas, y con lo difícil que puede resultar hablarles de agudos a los productores que sólo quieren cogerse a las actrices, Jones debe realizar su trabajo sumergido en un ambiente poco competitivo pero sí profundamente hostil. Acostumbrado a sonorizar obras audiovisuales más serenas (documentales sobre la campiña inglesa), este empleo supone su primer aproximación a aquél cine italiano donde las damas sufren vejámenes horribles. Por alguna razón (creemos que por ósmosis sonora) Jones comienza a sentirse mal y a tener pesadillas extrañas. La obra lo cubre de oscuridad y alucinación. Nosotros, como espectadores, nos sumergimos en su mambo por obra y gracia de la banda sonora diseñada por Joakim Sündstrom -que ya nos mostró su muñeca en el documental The Shock Theory- y esperamos una explosión que nunca llega pero que nos mantiene en sedado vilo hasta el final, tal y como aquéllos films que BSS intenta homenajear y/o condenar. No adelantaremos el descenlace -de haberlo- pero lo que haremos es asegurar que Berberian Sound Studio contiene escenas muy didácticas a través de las cuales podemos observar lo que parecían ser las sesiones de doblaje de aquéllas películas: Un ejercicio de tortura y violación hecho y derecho, al menos según el prisma moralizante del inglés Peter Strickland, ciudadano del hermosísimo país que parió a Jack el Destripador, el lacerador de úteros más reconocido del universo. Esperaremos en vano una respuesta italiana a la denuncia implícita en BSS.
Hay que alejar de Beatriz Portinari a las personas que estén buscando la información masticada y entregada con moñito. Ahí afuera hay miles de documentales que accionan de ese modo, algunos buenísimos, otros no tanto. Pretender más material de archivo mientras Aurora Venturini habla de su relación con las arañas es más de manual que comerse los mocos ante aquél director hambriento al cual despedazaste en una crítica tuya que ni siquiera recordás haber escrito. Beatriz Portinari (musa de Dante al parecer, y también seudónimo de Aurora Venturini) abandona el proyecto a mitad de rodaje por que hay demasiados estímulos a su alrededor, y el tándem Massa/Krapp se hace cargo de semejante martestrece ofreciendo sus respetos al misterio (sin intenciones de desenmascararlo sino mas bien enalteciéndolo), dejando en claro que la anciana mártir tiene un universo que amerita más de una interpretación posible. Es en los silencios y en las pausas repositorias donde Aurora parece tomar envión para liberar su riqueza y energía. No por nada el film comienza con Venturini haciendo ejercicios (trocando mancuernas por botellitas llenas de agua) y respirando pausadamente. En etapas críticas -según los chinos- lo mejor que se puede hacer es recalar con atención en la base de la vida, o sea, respirar. No somos giles, tal vez seamos recontragiles, pero sabemos (por obra y gracia de Rosario Bléfari en off) que hubo un accidente y un Coma Cuatro mediante, pero al mismo tiempo estamos convencidos de que los circuitos de alto rendimiento que la dama hace diariamente funcionan para frenar el burro antes de lanzarlo a la carrera. Y en la carrera conocemos perros, arañas, amigos suicidas, bastones con sorpresa, celebraciones, alumnos revoltosos, faldas cortas, rulitos, viajes a la Europa de las tumbas importantes y más de 30 libros que están a la espera de ser devorados por quien deseé devorarlos, sin necesidad de que el material de archivo nos termine de dar el empujoncito necesario para hacerlo. Nunca fuimos ni queremos ser esa clase de consumidores. Beatriz Portinari se encuentra enhebrado con la muñeca suficiente como para establecer un recorrido completo por el pasado y el presente de su musa, y encuentra el modo de hacerlo a través del carácter de Aurora Venturini, que se sugiere a través de su vera efigie y se confirma de modo satelital: Allí están sus amigas íntimas, círculo tan bendito como críptico. Allí está su sacerdote, partícipe de hilarantes situaciones tanto cotidianas como extraterrenas. Allí están quienes tuvieron el privilegio de leerla, disfrutarla y padecerla. Y los que aún están a tiempo de hacerlo. - El siguiente párrafo rebosa de adjetivos. No es redundancia. - Aurora es de La Plata (ciudad-luz que parece tener más gente copada por metro cuadrado que cualquier otro lugar del universo conocido y por conocer), no dejó de escribir nunca, detesta las computadoras con todo su ser, le gustan muchísimo los animalitos, es peronista, modesta, bicha, amorosa, entregada y -aparentemente- muy turra. Mariana Enriquez escribe un artículo sobre Aurora en la última Radar y también aparece en el film, diciendo que Aurora es "re-punk". Un puñadito de calificativos de lo más contradictorio. No resistimos indicar que resumir a una dama en un solo adjetivo ("enigmática") suena hermoso, pero está un poco gastado y -además- es paja enciclopédica y reduccionista. Entonces preferimos creerla extra-ordinaria, algo que Beatriz Portinari sabe y reconoce con creces, elaborando un documental precioso, calmo y justiciero. A tono con Aurora. Cosas que salen si sos audaz y brillante.
Si le entramos a 12 Years a Slave sin saber que se encuentra basada en un escrito testimonial de aquéllas miserias americanas de antaño, descubriremos un film coral en el cual algunos puntos nos generan más atención que otros mientras lo inmoral oficia de común denominador entre todos ellos y los barre conformando un examen sino definitivo al menos bastante completo respecto a lo sucedido en la tierra de los libres. 12 Years a Slave cuenta con la particularidad de no ser uniforme, y esto no debería considerarse una crítica negativa en tanto su objeto de exposición también lo fue. Los “procedimientos” y “métodos” a través de los cuales la esclavitud prevaleció durante tanto tiempo en gringolandia fueron mutando de un Estado (y patrón) a otro. Es por esto que la Pasión de Solomon (Chiwetel Ejiofor, en un papel digno de la Academia, con todo lo bueno y lo malo que ello involucra) comienza con un secuestro en decorados símil Gangs of New York, continúa a bordo de un vapor cuya bodega y runrún nos recuerda a Amistad, sigue en una estancia con subcomandante y atronadora banda sonora inspirados en el anteúltimo Paul Thomas Anderson (There Will Be Blood) y concluye en un hoyo del infierno en el cual se pueden conjugar todos los estilos anteriores y agregar algunos más. Quienes haya tenido la suerte de observar Jungle Fever (Spike Lee) y recordar el monólogo que Ossie Davies le escupe a Anabella Sciorra en plena cena familiar no podrá dejar de pensar que tarde o temprano, Ejiofor terminará oficiando sobre la carne de Madame Epps (Sarah Paulson), esposa del dueño de la finca. Pero eso no sucede y nos quedamos con la leche (chocolatada). Aclaramos que dicho pensamiento no surge desde lo más profundo de nuestras mórbidas entrañas así por que sí: Dejando de lado que el dueño de la finca -Michael Fassbender- es un violentísimo lunático obsesionado con una de sus esclavas negras (a la cual viola y tortura reiteradamente) el realizador Steve McQueen nos ofrece planos y contraplanos entre Chiwetel y Paulson que evidencian cierta onda histérica unilateral y prometen polvazo. Del mismo modo, hay planos y contraplanos entre Paul Dano y el universo en general que auspician un bardo que nunca llega. Supongo que esos coitos narrativos quedaron inconclusos por que el derrotero de Solomon pega más y anuncia cosas peores para después. Dicho y hecho. Solomon es bandera en tanto canalizador de todo el dolor y sufrimiento de su gente. Su condición de esclavo letrado e instruído lo convierte en espectador privilegiado de un presente devastado y un futuro desolador del cual no puede surgir ningún fruto jugoso, con excepción del gospel (que continúa siendo un lamento, hermoso… pero lamento en carne viva al fin). Pocos esclavos han tenido la bendición de recibir a un ángel de la guarda que escuche sus desesperantes realidades y tome cartas en el asunto. Muchos menos han tenido la suerte de que dicho ángel luzca como Brad Pitt (productor del film), que parece tenerla re-clara y habla en sentencias cortas y categóricas, similares a los 140 caracteres. El film no ahorra detalles respecto a torturas, maltrato y sufrimiento. Carece de trazos finos y sutilezas: Los malos son unos auténticos hijos de puta y lo injusto e inmoral no admite dudas razonables. Hablamos de genocidio. Cuando Schindler´s List se estrenó en nuestro país, cierto crítico entró en éxtasis y consideró dicho film como imprescindible e indispensable. Casi obligatorio. Quien suscribe estas líneas puede matrimoniar con dicha sentencia y permitirse el lujo de repetirla (robarla) para 12 Years A Slave, aunque sin tanto calor en el énfasis y agregando “…para los espectadores jóvenes”. Imprescindible e indispensable para preadolescentes, de ser posible. Para los más cancheritos, esos que ya saben de qué va la esclavitud (y cómo terminó la historia y quiénes vencieron en la misma), o para los más inquietos y ansiosos, quizá resulte mucho mejor un chupetín cinematográfico como Django Unchained, que deja de lado el hecho historico y nos brinda la perfecta fantasía de un negrazo imposible haciendo justicia en nombre de toda la humanidad. Duda al margen: Aún no queda claro para quien suscribe el motivo trastornado por el cual los patrones “premiaban” a sus esclavos más “rendidores” con instrumentos musicales de segunda mano. La música como consuelo-zanahoria no debería funcionar si sabés que tu esclavo solía ser un excelente músico cuando era un individuo libre.
Algunos textos actuales parecen hacer énfasis en el siguiente cuento: Del Toro se vendió al mainstream y perdió su magia. Yo considero que la magia de Del Toro enaltece al mainstream, y lo viene haciendo desde Blade 2, figurita difícil que probablemente no amerite el beneplácito (ni la visión completa, sin dormirse a mitad de proyección) de los críticos serios que ahora mismo recordaron advertir a todo el universo sobre el supuesto estado de coma en el cual se encuentra esta labor tan maravillosa, tan brillante, tan justa, tan sincera, tan imparcial y digna de reconocimiento y mención. Del Toro no puede ser encasillado junto al resto de los directores de tanques mainstream (contabilizo a Michael Bay y a Roland Emmerich, quizá Stephen Sommers, quisiera una lista más extensa) por que ninguno de ellos ha sido capaz hasta el momento de dirigir contiendas que resulten tan claras, tan fieles a nuestros movimientos oculares, tan precisas y honestas con nuestros ojos. Para dejarlo en claro: Los roscazos dirigidos por Del Toro se entienden. Se siguen. Se disfrutan. Desde Blade 2 en adelante (las Hellboy son un ejemplo) que esto es así, y esta cualidad por sí sola eleva y jerarquiza su cine por el de los demás directores mencionados. El intento de desmerecer a Del Toro tildándolo de mexicano acomodaticio al mainstream gringo es un insulto horrible y -al mismo tiempo- genera que nos preguntemos cuán malo y condenatorio es "dirigir mainstream". La carcajada más suave rebotaría en el inodoro del hotel cinco estrellas donde Del Toro empina chupitos con Cuarón (otro que en cualquier momento saca un film que pinta tanque y al que -probablemente- intenten destrozar y desmerecer). Dejando de lado el anterior desahogo, diremos que Titanes del Pacífico venera a Gojira, aunque eso ya lo dijo todo el mundo. No sé qué porcentaje de ese todo el mundo habrá sido capaz de disfrutar del film de Ishiro Honda (y cuál de sus dos versiones vieron, si la nipona original ó la gringa posterior, con inserts de Raymond Burr hablándole a la nada), pero quien suscribe lo considera un film maravilloso que -dicen los libros- supo disparar la imaginación y materializar los miedos de una nación entera (Japón). Titanes del Pacífico venera la grandeza de Gojira y la duplica, acentuando nuestra reverencia hacia las profundidades desconocidas como ya lo hizo James Cameron en The Abyss, otro tanque-mainstream-imperialista que significó un avance sobresaliente en aspectos técnicos cinematográficos que todo el mundo disfrutó y disfruta. Por que (también) se trata de disfrutar. No voy a pedirle a Del Toro que intente mostrarse más mexicano mientras los barcos vuelan en mil pedazos y las ciudades colapsan ante el estornudo de un kaiju. Prefiero plantear cuestiones a tono con la obra que el director ha parido, por ejemplo ¿Por qué robots antropomorfos gigantescos? ¿Por qué no pequeñas y eficaces aeronaves teledirigidas, ahora que los drones son carne de fav? Creo saber la respuesta: Los robots antropomorfos gigantescos tienen la capacidad de establecer innecesarias pero maravillosas batallas cuerpo a cuerpo contra estas bestias marinas que suenan a Kaiju pero también huelen a Kraken, a Lucsa, a Behemot y a una lista bastante larga -y preciosa- de criaturas marinas previas a todo, incluso a Japón y a Twitter. Exactamente la clase de batalla donde Del Toro les pasa el trapo a todos. Hubiese sido lindo que los kaijus tengan una disposición genética a dividir sus encuentros en rounds y así poder retirarse a un costadito (del océano pacífico) para recuperar fuerzas y volver al ring. De ese modo, Titanes del Pacífico podría haber durado cuatro hermosas horas que me habrían provocado más regocijo que escribir esta reseña por la que nadie me paga y por la que nadie importante y con palanca rosquearía vía retweet y que nadie querrá sindicar en la prestigiosa sección cultural online de ningún diario importante y que no leerá absolutamente nadie excepto el minúsculo puñado de personas a las cuales este espacio les despierta alguna clase de dañino y extravagante interés. Hablar de la artesanía de Del Toro (y de su obsesiva capacidad para con las tuercas y los encastres) ya no tiene ningún sentido: Todo el mundo lo sabe. Quien no lo sepa, he aquí mi mail (danielcelina@gmail.com): Me ofrezco a escribirle una monografía personal -y dedicada- respecto a la obsesión de Del Toro por las tuercas y los encastres. No la escibo aquí porque escribirla triplicaría la extensión del presente artículo y desluciría la ya de por sí deslucida estructura de nuestro medio, que dejó pasar el trencito cool de wordpress. Quien quiera ver una degeneración en la obra de Del Toro, adelante. Yo no hago más que ver cuánto ha crecido el escarabajo de Cronos y me froto las manos pensando en lo que puede llegar a venir, sobretodo luego de aquélla pelea impresionante en medio de hongkong. Esto también es cine, y del bueno. No me olvido de los aspectos geopolíticos que cubren la historia, ni de las bajadas de línea que aparentemente se ciernen sobre nosotros cuando juntamos 70 pesos para ir al IMAX a disfrutar un tanque imperialista dirigido por un latino, ni de la corrección política que transmite un negro al frente del ejército que salva a la humanidad. Sólo me permito (me impongo) pensar que no es la clase de crítica que Titanes del Pacífico -auténtica y bienvenida aventura- merece. Y no es el artículo que voy a escribir para este film. Sería como hacer mierda a Shutter Island por que su CGI es flojo, particularmente en las escenas iniciales a bordo del barco, donde el jopo de Mark Ruffalo tiene una iluminación que definitivamente deschava el croma. Lo que le critico a Titanes del Pacífico, objetivamente, es una extensión temporal problemática en su climax abisal (sobran segundos que habrían reducido a polvo -a burbujitas- a los héroes de no ser por una licencia de montaje). El resto de la fantasía multimillonaria me resultó convincente en tanto espectador crítico dispuesto a disfrutar de una fantasía multimillonaria. No tuve la suerte de crecer jugando a chocar robots y -por lo tanto- carezco de esa cuerda infantil que pareció vibrar en el espíritu de varios individuos que también disfrutaron este film. Desde niño me gusta muchísimo el universo submarino, capaz me pegó por ese lado. Y no estoy dispuesto a considerar lo que firmo como una chupada de pija a las majors sólo por el hecho de volcar con alegría violenta mis pareceres y conclusiones. Sí estoy dispuesto a empezar a considerar lo siguiente: Transcurrí gran parte de mi adolescencia leyendo a tipos que hoy se lamentan por el estado actual de la crítica y no son capaces de admitirse parte del estado actual de la crítica, y la reputísima madre que me remil parió.
Un suceso muy particular espabila a un pueblito de su letargo gourmet y genera una versión muy europea (siempre de moda) de la vieja y querida turba iracunda intentando aplicar justicia. El disparador -ó el disparado, ojo- es un profesor acusado de manosear niñas de cachetitos sonrosados. Jagten nos incomodó más por el manejo de sus intérpretes que por su tema en cuestión (el cual contiene el peso propio suficiente para incomodar, aunque cada vez menos). Todos los involucrados en la trama ofrecen actuaciones consagratorias, incluído el perro del protagonista. Lucas (Mads Mikkelsen) es profesor de educación inicial en un hermosísimo jardín de infantes danés. Las postales del kindergarten son preciosas y -si uno fuera padre- no duraría ni un segundo en elegir un establecimiento similar para su niño ó niña: Interiores de madera, calefacción central, juegos de avanzada, espacios para expresión artística, espacios para recreación y tonificación física, etc. Un chiche. Tal vez se nos tuerza un poco el gesto al observar a Lucas revolcándose en el heno con niños de siete años, pero bueno, estamos en Europa, está todo bien, allí todo es de avanzada y no nos podemos permitir otra cosa que rendir pleitesía y devoción a todo lo europeo, sin objetar nada. Debe ser normal y debe estar bien que un cuarentón solitario, fachero y de mirada torva juegue a la lucha grecorromana con niños y niñas de preescolar. Pero nena: Tu risa es la magia de los rocanroles. Entonces, cuando ese pueblito danés está por convertirse en el puto pueblito de tus sueños, una muñequita increíble que no supera los siete u ocho años asegura (terapia mediante) que Lucas le hizo algo feo. La escuela (institución) se inquieta, pide cautela, guarda silencio ante las exclamaciones de la niña. Lucas aún no sabe nada y continúa ejerciendo la docencia y estableciendo contacto físico con sus alumnitos. Cuando la niña empieza a soltar detalles, la condena social hacia Lucas se hace tan latente que sacarlo a patadas del establecimiento educativo es lo más suavecito que ocurre. Hay agravantes: La niña es la hija del mejor amigo de Lucas, interpretado por ese soberbio comodín de Vinterberg llamado Thomas Bo Larsen, quizá el mayor exponente de vitalidad en ese exceso de ídem que fue Festen. Lucas asegura ser inocente. La niña también. El pueblo, más que balancearse, se inclina violentamente abrazando la causa de uno de los involucrados. El otro recorrerá el metraje tornándose un paria absoluto, o sea un paria en Dinamarca, o sea un señor que ya no recibe visitas y vive tranquilo en una casa hermosa paladeando ahumados de ciervo hasta que la paz se rompe a causa de algún piedrazo agresivo ó (quizá) algo peor. La situación ha sido retratada de modo muy delicado y sutil en su superficie, conduciéndonos a una obvia -pero no por eso menos disfrutable- tensión progresiva a medida que buceamos en los sucesos y relaciones que entrelazan a los personajes, sus familias y su comunidad. Vinterberg logra un film tenso en lo narrativo, inobjetable en lo técnico y definitivamente demoledor en lo interpretativo. Tenso, inobjetable y demoledor, como Lucas aguantando los trapos en la iglesia ante la mirada de un centenar de vecinos que lo acusan de adicto al coito anal con menores de edad.
A todo el mundo le han vendido buzones ó habichuelas sin magia. Sentimos que nos hicieron lo mismo con Jack, el Caza Gigantes, film en el que los grandulones del título no resultan del todo convincentes en plena era Weta y la acción -de haberla- resulta deslucida y monótona. Hay una obsesión por lo épico que, últimamente, parece teñirlo todo. Si no tiene corte épico, no vale nada. Entonces, una fábula foránea (como casi todas, cabe aclarar) que tal vez recordemos con simpatía por obra y gracia de Mickey and the Beanstalk (1947), se convierte por arte de magia habichuélica en un aburrido culebrón colmado de ambiciones de poder: Siempre hay alguien que está bancado por alguien más, y ese alguien más quiere serrucharle el piso a alguien más, para así acceder a la corona porongona de alguien más. Para hacerla corta: Jack (de buenudo que es, nomás) le brinda ayuda a un fraile que le paga el favor con un puñado de porotos sumamente valioso. Si cometemos la estupidez de mojar dichas legumbres, se puede llegar a pudrir todo. Desde Gremlins que un chorrito de agua no genera tanto quilombo. Los porotos germinan y extienden sus tallos hasta el mismísimo cielo, más allá de las nubes, donde yace el reino olvidado de los gigantes que ahora deciden bajar y descontrolar todo, aprovechando el monumental y venoso puerto USB que mamá naturaleza acaba de erectar en generosísima donación. Por circunstancias que sería mejor observar en el film y no aquí, un grupo de soldados encabezado por Ewan McGregor (solvente y eficaz incluso en papeles como este) debe subir al reino de los gigantes para rescatar a la princesa de turno, que previamente en la historia se fijó en Jack, andá a saber por qué. Jack también forma parte del convoy de rescate. Hay secuencias muy bonitas en la tierra de los gigantes, pero muy esporádicas. No terminamos de entender por qué llueve tanto allí, si tenemos en cuenta que dicha urbe se alza sobre las nubes y no debajo de ellas, pero no importa. Hasta ahí, la cosa queda en el baile... pero por poco tiempo, pues los deseos monárquicos de un par de sujetos hacen que la atención se dirija (a la fuerza) hacia otros sitios más matrimoniados con Thame of Grones que con una historia en la que podríamos habernos divertido viendo a cuatro seres humanos ahogándose en el tazón de sopa de un gigante con flequillo. Una corona ancestral dotará a su portador de las fuerzas que -tal vez- definan el destino político de uno y otro mundo. Figurón harto repetido en estos días en los que la épica del poder parece ser lo más de lo más. Demasiado grande, hipertrofiado y (por sobre todo lo demás) aburrido, sobre todo si no sos un gigante y particularmente no te sentís uno.
Lo mejor que dirigió Simon West puede rastrearse en Con Air, y no precisamente por el film en cuestión (bastante aburrido incluso para ser un entretenimiento descerebrado) sino por dos de sus personajes: Cyrus el Virus -John Malkovich- y Garland Greene -Steve Buscemi-, dos trastornados de riquísimas posibilidades que no fueron explotadas como correspondía. Suponemos que eso no resultó problemático para Malkovich y Buscemi, que se habrán divertido horrores cobrando sendos cheques por el medio polvo que interpretaron. Bruckheimer paga muy bien, si no me creén pueden consultar cierto documental de Peter Hanson donde el viejo Paul Schrader deja en claro lo jugosos que resultan los cheques que expide el buen Jerry. Contrarreloj nos vuelve a enternecer -igual que Con Air- con Nicholas Cage saliendo de prisión con un osito de peluche que le regalará a una hija que ya está grande. Lo único que cambió en todo este tiempo es su peinado, pero eso es obvio. Su estancia en prisión correspondió con un atraco imperfecto, de esos en que los ladrones se ponen a discutir pelotudeces con el botín en la mano en vez de salir rajando y los policías te tienen a 20 centímetros de distancia pero en vez de volarte la cabeza de un tiro te miran a lo macho, te tantean la virilidad o algo así. Will (Nicholas Cage) sufre del bacilo Carlitos Way y apenas queda libre ya están complicándole la existencia: Su hija es secuestrada por un antigüo socio que -además de estar completamente rayado- reclama una millonada por el rescate, la millonada de aquél atraco imperfecto del párrafo anterior. El film transcurre sin maravillas desde ese momento hasta su desenlace, y en el medio nos ofrece persecuciones, tiroteos e incluso ejercicios de parkour muy poco recomendables en una ciudad de arquitectura tan castigada como Nueva Orléans (donde después de Katrina los pisos quedaron flojos y los cielorrasos se desploman velozmente). Tampoco falta el detective idiota que usa sombrero, el negro buena onda y los interminables desfiles de Mardi Gras. El devenir de la historia se mantiene vivo a través de circunstancias tan imposibles que resultarían simpáticas si la acción fuera aceptable, pero no lo es. El gran problema de Contrarreloj es que no ofrece nada nuevo y sólo podría perdonársele la vida como un entretenimiento más, pero incluso allí falla. Se percibe fatiga no sólo en las corridas de Cage sino también en los planos, tan bonitos como aburridos. Incluso la música parece estar allí acompañando con tristeza el correr del celuloide. Este film le debe su existencia a ejercicios más divertidos y jugados como Cellular de David Ellis (guión de Larry Cohen, a no olvidarlo) y sólo cobra algo de interés cuando entra a jugar -muy fugazmente- Malin Akerman, veterana sueca que tiene en su haber el prestigio de haber interpretado al único personaje femenino de cómic (después de Jane Fonda en Barbarella) que mostró sus glándulas mamarias en pantalla grande para beneplácito de los siete u ocho pajeros de turno.
A esta altura, decir que Steven Soderbergh está en cualquiera es de lo más sencillo. Desde Traffic hasta Che -pasando por Full Frontal, ese experimento que le valió un fogoso "Your movie sucks!" por parte de Roger Ebert- hemos acudido a la degeneración de sus ideas. Habrá que ver si eso es completamente malo. Si de degenerados hablamos, tenemos que centrarnos en Dallas (Matthew McConaughey), el rey de la pista, el individuo torneado que lleva adelante el lucrativo negocio de hervirles la sangre a legiones enteras de mujeres. Dallas regentea un club de strippers lleno de potros. Las chicas aúllan en cada una de las funciones, y los slips de los bailarines (abultados per se) terminan llenos de billetes. En esta parte del mundo entendemos que los albañiles no la pasan del todo mal en USA. Allí se los conoce como "contratistas". Muchos films y series animadas los muestran como tipos socarrones que ganan sus muy buenos mangos y que generalmente se burlan de sus clientes (padres de familia obesos que no saben revocar una pared). Todos los contratistas tienen camionetas porongonas (Dodge Ram, Toyota Tundra, Ford Ranger Platinum) y generalmente son individuos musculares y autosuficientes. De establecerse y armar una flia, ni hablar. Eso es de imbéciles. Mi truco me hace ganar nenas bohemias. Amén de tan venturoso prontuario, Adam (Alex Pettyfer, bomboncito listo para degustar) acepta el convite de Magic Mike (Channing Tatum) y abandona el contratismo para probar suerte en el mundo de los strippers, por que ¡vamos, que sacudir los glúteos cuesta menos que instalar equipos de aire acondicionado, paga mejor y encima te podés convertir en el papu más deseado! Dicho y Hecho: Adam se inicia en el juego, no sin algunos tropiezos preliminares. Es aquí donde hace su ingreso Dallas, el dueño del lugar, que acepta dichoso llevar adelante esta historia del patito feo (¿"feo"?) que se convierte en un cisne sudoroso capaz de generar 251 orgasmos al unísono con sólo mostrar una tetilla. La historia -por supuesto- incluye otros cebos, como ciertos inconvenientes monetarios que se ciernen sobre el aparentemente lucrativo negocio de menear el ganso. También hay amor, y surge entre Magic Mike y la hermana de Adam (Cody Horne), una chica seria onda Mengolini que leé libros y viste sobriamente y no quiere saber nada con los strippers, repitiendo aquélla historia (una vez más) en la que dos personajes están realmente hechos el uno para el otro, pero hay un guión de por medio que se encarga de mantenerlos separados con pelotudeces. ¿Qué quiso hacer Soderbergh con esto? Probablemente nada. Quizá tuvo ganas de apartarse definitivamente de sus películas mejor aspectadas. Tal vez quiso degenerarse. Probablemente leyó la historia del joven Adam y su ascenso a la fama gracias a las enseñanzas de Magic Mike (al parecer es la historia de vida real de Channing Tatum) y le pintó filmarla, y eso es todo. Soderbergh supo declarar hace un tiempo que estaba -palabras más, palabras menos- hinchado las pelotas. Tal vez por eso Magic Mike resulte inimputable dentro de su degeneración. Lo peor de todo es que está bien filmada, y resulta moderadamente entretenida cuando no directamente maravillosa (esto es, cuando Matthew McConaughey hace alguna de las suyas). Obviamente hay pasajes innecesarios, como aquéllos en los que Mike y Adam forjan su amistad y se tiran al río juntos.. escenas a través de las cuales los intelectuales nos avivan y nos hablan de homosexualidad latente como si hubiesen descubierto la puta pólvora, como si fuera harto difícil detectarla. Por cierto, el film fué editado por el mismísimo Soderbergh, que utilizó el simpático alias de Mary Ann Bernard. Si Magic Mike la guionaba Seth Rogen y la filmaba Judd Apatow íbamos a estar hablando del Segundo (ó Tercer) Resurgimiento de la Nueva Comedia Americana. Así con mayúsculas. Para darnos el lujo de acuñar corrientes, vicio bastante común en estas latitudes donde los albañiles aún no cuentan con la posibilidad de soñarse contratistas.
Uno concluye el visionado de The Master con el cerebro hecho una esponja llena de líquido: Cargadísimo y drenando. En un momento en el cual gran parte de los films que consumimos se encuentra hipertrofiado de rayos (y centellas), lo mínimo que podemos hacer es agradecer esta generosa cuota de cine puro (que no primitivo) elaborada por Paul Thomas Anderson, un individuo especialista en parir films en base a estados mentales. Freddie (Joaquin Phoenix, el Marlon Brando de su generación) no vuelve de la guerra: Vive en guerra y gran parte de sus suspiros lo retrotraen a aquéllas playas en las cuales afianzó su adicción a los handjobs intensos y a los cócteles con líquido de frenos. Nunca fué un hombre normal, pero su gris retraído se tornó definitivamente oscuro y violento sirviendo al Tío Sam. Hallará en Lancaster Dodd (estupendo y pecoso Phillip Seymour Hoffman) una figura de autoridad (y por elevación, una institución) a la cual bardear a gusto hasta el momento en el cual la Doctrina Dodd de Autosuperación haga metástasis en sus órganos vitales. No adelantaremos más detalles de la historia, pero sí confirmaremos que se trata de un proceso terapéutico retratado con máxima eficiencia e intensidad, teniendo en cuenta al analista y al anaizado, antagónicos en físico, fortuna, historia y reacción, aunque no en carácter (ambos se sacan cuando están hinchados las pelotas, aunque uno de ellos sabe controlarlo un poco mejor). Resulta imposible pretender un desarrollo lineal cuando llevamos adelante una obra cimentada en nuestros recuerdos, impulsos y reacciones. La primer escena del film (una obra maestra en sí misma) nos advierte y nos prepara para un film impredecible y pleno de vaivenes, tal y como sucede en una gran y buena sesión terapéutica. Algo similar ocurre con la banda sonora (Greenwood, calladito como es, sigue acumulando bandas sonoras sobresalientes): Esta clase de musicalización no responde a ritmos a los cuales estemos acostumbrados, nuestros cerebritos esperan un 2 x 4 y reciben cualquier otra cosa, generando un ping-pong de hemisferios que nos descoloca, sometiendo nuestra materia gris a una gimnasia inusual a partir de la cual ya no esperamos nada esquemático y quedamos en una tierna deriva, listos para disparar allí donde Freddie (ó Lancaster) sepan llevarnos. Incluso a la cárcel. Para dejarlo más claro: Nunca un impulso hormonal estuvo tan bien expresado. Y sólo hizo falta un violín y algunos palillos. Etapa oral bien resuelta. The Master es la clase de film que no entra en ningún tipo de clase. Se trata de un maravilloso estado mental en el que (al contrario de lo que rezan varios artículos) podemos identificarnos con cualquiera de los protagonistas si nos permitimos superar la incomodidad de la gimnasia inicial. El film se encuentra tan cargado que incluso pasamos de largo tres ó cuatro planos secuencias absolutamente increíbles, en los que los protagonistas (Phoenix primero, y Hoffman después) responden con una ductilidad impresionante, propia de auténticos profesionales. Uno se cansa de leer que Phoenix lleva a su personaje al límite, cuando en realidad el límite no debería vislumbrarse en ningún sitio si estás interpretando a un veterano de guerra trastornado y adicto al tolueno. ¿Qué límite? Sólo hay un límite en el film: Es un accidente geográfico con forma de cocodrilo. Y Phoenix lo pasa a los pedos, con 150 centímetros cúbicos de cilindrada. Ningún límite. Pocos films son capaces de retratar con tanta pericia lo bien que puede hacerte fumar un cigarrillo mentolado. Lo necesario de ciertas pajas disciplinarias (más si te las hace una Amy Adams fastidiosa con tu forma de ser). Lo revelador que resulta un grito, un golpe ó un beso en la mejilla. Carne de terapia, sin duda. Plastilina sentimental para moldear y reconocer como propia. Condición inquebrantable: Disfrutar esta sesión en el cine.
No resistimos indicar que Abraham Lincoln era un individuo parsimonioso y calmo, metódico y preciso, paciente y dedicado. Y partiendo de esa base, aceptaremos que el film que lo retrate (al menos en uno de los momentos más importantes de su carrera política) lo acompañe en sentimiento y carácter, amén de que su director sea uno de los mejores -sino el mejor- cuentacuentos del cine americano. Lo que más llama la atención del Lincoln dirigido por Steven Spielberg e interpretado por Daniel Day-Lewis es su voz. Presenta la rítmica de un Cafrune y el pitch de un Ale Sergi. Es extraño, pero efectivo. Dicho tono, que en el siglo que nos atañe provocaría fastidio e impaciencia, supo provocar los mayores y más respetuosos silencios de su tiempo. Particularmente cuando de abolicionismo se trataba. No hay espacios para los porqué en el discurso de Abraham. Sólo la indicación de lo que hay que hacer y ya. No recibiremos discursos que nos expliquen su postura respecto a reventar la esclavitud en mil pedazos, al menos no de su boca. Sí recibiremos clases -extensas si se quiere- de ejercicio estratégico y político (trampas) para obtener la victoria, que aquí se traduce en mayoría de votos en un parlamento dividido símil-125. ¡Wally Walrus! La resolución del conflicto es conocida, no así quienes cocinaron la victoria más allá de Abraham. Nos referimos a los Ángeles de Lincoln, individuos que apuraron los trámites, aconsejaron al conductor e incluso coimearon a los reticentes y rezagados. Se lucen todos (Seward/Strathairn, Latham/Hawkes), pero podríamos destacar a W.N. Bilbo, jugado de modo estupendo por James Spader, que cada vez se parece más a Pablo Morsa -y amamos a Pablo Morsa-. Aparecen por allí conflictos relacionados con un matrimonio complejo (particularmente si tu primera dama tiene raptos de pitonisa) y una decisión paternalista en la que las extremidades de tu hijo están en juego, guerra civil mediante. Pero lo realmente importante radica en la convicción inapelable de que hay que terminar con la esclavitud. Ya lo hemos dicho, Abraham no explica los porqués. Para eso contamos con Thaddeus Stevens (bestial Tommy Lee Jones), el Jaroslasky del parlamento, un tipo que con tres gritos te deja en claro que estás hablando al pedo. El film, si bien extenso, no nos resultó aburrido. Ni teatral. Nos pareció que su motor funciona haciendo honor a las velocidades (históricamente comprobadas) de su protagonista. La fotografía es preciosa y le hace justicia a este universo de brandy, habano y bibliotecas de roble tan de político-viejo. También hay muchos papeles y pergaminos, muy brillantes y blancos, de esos que tapan el subtítulo en castellano por unos segundos. El Spielberg de manual se vislumbra en un solo plano, aquél en el cual Abraham se aleja y baja unas escaleras. Vemos su silueta recortada en simpaticona caminata y el sombrerito largo nos hizo acordar a E.T, por alguna razón. Lincoln llegó junto con Django. Ambos films tocan un tema contundente del pasado americano. Uno juega y el otro observa. Cada uno a su modo y con las herramientas que consideraron adecuadas. Es innegable el cariño y la gratitud de ambos. Con la historia. Y con el cine.