No importa qué es lo que esta vez venga a contar: el retorno de Tim Burton siempre augura imágenes inolvidables, de esas que la memoria se apura a apretar y guardar como tesoros. Pero no sólo eso. Sabemos que el mundo en el que el film tendrá lugar será el mismo que conocemos (sólo que en otro rincón), y que estará regido por las únicas lógicas de la magia, el afecto y la inocencia. Más aun expectativas habrá si es uno de los rincones animados de la filmografía burtoniana, especie de submundos subterráneos, como un sótano de juguetes en donde la fantasía y el juego gozan de la espacialidad para expandir sus reglas. Frankenweenie, el último descubrimiento en la geografía del director, confirma ambas sospechas: lo previsible es el molde de la innovación y la sorpresa, y la combinación resulta, una vez más, inolvidable.
La historia está basada en un mediometraje del mismo nombre que Burton realizó en el año 1984, y que en su momento fue rechazado por no ajustarse (y asustar) al público infantil. Paradójicamente, haciendo realidad la gran esperanza de todo niño (al menos de los que vivimos esa pérdida): Víctor, el pequeño protagonista, revive a su perro. Y como siempre que algún personaje burtoniano regresa de la muerte —y eso suele ocurrir— la vuelta es un problema, pero también una fiesta. La eternidad como condena y al mismo tiempo condición de posibilidad del juego y las risas sin razón (y sin fin): eso es Frankenweenie.
Las múltiples y evidentes referencias a otros films de terror clásicos complementan, asimismo, esa celebración que es la permanencia y el retorno a la vida, regalos que sólo el cine ofrece y que Burton —como siempre— aprovecha. Y eso no sólo está presente en el montaje de citas e innovaciones sino también el trabajo sobre el stop-motion y la música, que parten de figuras y lugares conocidos pero finalmente resultan no solamente nuevos sino también conmovedores. Ese es el sello que Frankenweenie lleva en cada plano y que también contienen las mejores películas de Burton: imaginación y fantasía que invaden, no sin la suficiente ternura, los rincones oscuros del recuerdo.