PERDIDOS EN SINTRA
Nunca viene mal que un director pegue un volantazo en su carrera, pero lo hecho por Ira Sachs en Frankie demuestra que a veces ese cambio de rumbo merece, al menos, cierta autorreflexión que lo justifique. Lejos de sus historias urbanas con los códigos del indie norteamericano, el director de la enorme Por siempre amigos retoma algunos de sus temas habituales pero lo hace no sólo con un cambio geográfico sino con una apuesta que huele a cine festivalero con elenco internacional (Isabelle Huppert, Brendan Gleeson, Greg Kinnear, Marisa Tomei, Jérémie Rénier, Pascal Greggory): tanto es así que Frankie compitió en la última edición del Festival de Cannes. Pero lo cierto es que en ese pasaje, algo se perdió y algo no se terminó de aprehender, más allá de que el talento del director y sus intérpretes terminen por conformar un producto aceptable.
El relato es coral y se mueve alrededor de Frankie, la actriz que interpreta Isabelle Huppert. Es ella quien, con cierto dejo de capricho (luego se conocerá el sentido de esa actitud imperativa de la protagonista), ha convocado a unas vacaciones en el pueblito portugués de Sintra, donde se reúnen el marido, el ex marido, los hijos, el yerno, la nieta y alguna amiga a la que quiere relacionar con su hijo. La película se construye de diálogos y largas charlas, muchas de ellas registradas en virtuosos planos secuencia, que ponen el eje en cuestiones afectivas y sentimentales, pero fundamentalmente en el paso del tiempo y en aquello que pudimos hacer con él. Sachs, desde la puesta en escena, construye una suerte de presente suspendido que le aporta algo diáfano a cada momento. Los personajes, entonces, se cruzan, se relacionan, se vinculan, se descubren, mientras pasean por las calles y los bosques de Sintra. Frankie, como suele ocurrir en buena parte de la filmografía de Sachs, no se construye sobre los grandes giros o los conflictos excesivos, es más bien un tono melancólico el que conduce las acciones. No hay nada malo en eso y es parte de la apuesta del director que uno puede tomar o dejar.
El inconveniente en Frankie es que, llegado determinado momento, todo se vuelve repetido y similar. Los diálogos amagan con profundizar en los conflictos, pero se quedan en el amague, siempre atentos a una explosión que termina contenida. Es como si ese pasear turístico de los personajes se transmitiera a una suerte de turismo del espectador por las emociones de los personajes. Y entre referencias evidentes que Sachs parece querer vampirizar con su cámara, algo de Rohmer, algo de Kiarostami (y donde también se queda en el acercamiento turístico), la película termina finalmente condenada al encanto o no de sus interpretaciones. La melancolía corporal y gestual de Gleeson, cierto monólogo de Rénier y los momentos que comparten Huppert y Tomei sobresalen en una película que se pasa de levedad y se vuelve algo insípida. Sachs construye una historia de personajes perdidos y termina perdiendo el rumbo de su narración.