Pecado y redención
François Ozon, un cineasta camaleónico, multiforme, de mediana edad (tiene actualmente 50 años), ha logrado abrirse paso entre sus pares a fuerza de un cine que no deja de sorprender y magnetizar a los espectadores. Su filmografía bebe de otros realizadores, estilos y películas, siempre moldeándose para lograr un modelo “Ozon”, propio del realizador. En este caso, Frantz (2016) toma la historia dramática del maestro alemán Ernst Lubitsch, Broken Lullaby (1932), para construir una historia partiendo de una base muy interesante y atractiva, que cuenta la historia de una mujer alemana que habiendo perdido a su novio en el curso de la Primera Guerra Mundial, alienada y apesadumbrada a poco tiempo de su muerte, visita su tumba casi a diario, cuando descubre que hay un hombre de una edad parecida a la de su amor perdido que también pasa por el cementerio para dejar flores sobre su lápida.
Con esta premisa comienza a desarrollarse una historia con la muerte como eje temático, en un filme que podríamos dividir claramente en dos partes bien diferenciadas, aunque similares en un punto: el segmento alemán y el francés, unidos extrañamente en un juego especular, encontrándose y mirándose entre sí en varios momentos.
Es particular el uso por parte de Ozon del blanco y negro y del color. La primera toma del filme es en colores, para pasar luego al blanco y negro, en imágenes que rezuman artificialidad y por momentos recuerdan a La Cinta Blanca (Das weiße Band – Eine deutsche Kindergeschichte, 2009) de Michael Haneke, para después volver al color, balanceándose entre ambos espectros, según un patrón emocional, subjetivado por el sentir de los personajes. Esto recuerda el uso del ancho de pantalla en Mommy (2014), de Xavier Dolan, cuando su protagonista “abre” el cuadro para demostrar su sensación de libertad.
Ozon agrega la parte francesa a la original, adicionando suspenso y ambigüedad, aderezos habituales en su cine, omitiendo información, despistando al espectador, cebándolo para que siga adelante y se acerque a sus personajes, comprendiéndolos, aunque muchas veces sin adherir con empatìa a sus decisiones.
Frantz es una historia que nos habla de pecado, perdón, amor y redención. Por momentos el realizador controla y lleva adelante con firmeza a su historia, aunque en algunos pasajes se lentifica y pierde consistencia, y algunos diálogos se tornan convencionales y de poco espesor. De gran importancia y peso dramático son sus dos protagonistas, Paula Beer como la melancólica Anna y Pierre Niney en el rol del misterioso Adrien Rivoire.
Plagada de vueltas de tuerca, la película en cierto modo nos recuerda a Rebecca (1946), la obra maestra de Alfred Hitchcock, donde una muerta, a diferencia de este filme, nunca veremos, pero que como motor imparable mueve los deseos y expectativas de personajes que la conocieron y adoraron, añorando su presencia. Frantz sin dudas se ve con interés, pero peca de ser por momentos muy formalista, a veces sin sentido, y de quedar a medio camino en su propuesta, acercándose en varios momentos a un culebròn televisivo, eso sí, de buena categoría.