Cierto didactismo manido y algunas contradicciones en Frozen II están saboteando una idea central que atraviesa toda la obra: la memoria del agua. Empecemos por esta imagen benevolente porque es asociable con las indagaciones filosóficas de Gastón Bachelard en su libro El agua y los sueños.
Ya sabemos desde la primera película que el poder de Elsa está vinculado con lo acuoso y, en específico como evidencia el título, lo helado. La canción inicial de la secuela termina con una idea de “congelar lo que se fue”. Que el poder de la heroína sea también su debilidad apela a las paradojas de otros superhéroes de la cultura pop como Hulk. Y en vista de que a esto se suma la insistencia por ahondar en la memoria del agua, intuyamos que esta significa emoción incluso si dejamos a un lado las referencias filosóficas del humanista francés. Ella compone gran parte de nuestro cuerpo y fluidez dentro del mundo.
Ya cuando acordamos esto, la presencia constante de tres elementos en la película de Jennifer Lee y Chris Buck nos vacía de cualquier acercamiento simbólico y real sobre el agua. Ellos son: canciones poco memorables, chistes vacuos, y la relación contradictoria entre magia y naturaleza. Por el lado de la música, nadie puede negar que algunos tonos tribales nos intrigan en busca de lo ancestral en la trama. Pero la canción “Mucho Más Allá” evidencia una copia casi al carbón de “Let It Go”, el ícono musical de la primera obra que recibió un Óscar en 2016.
Por parte de los chistes, estos ralentizan sin necesidad el ritmo y caen en la llaneza de “estar enseñándonos algo” como los comentarios de Olaff, el muñeco de nieve. Que además este sea a la vez el comic relief y el “didacta”, desacierta gravemente las intenciones de los realizadores. Quien justifique las obviedades en ciertos diálogos porque esta es una película “para niños” está olvidando la potencia emocional de, por ejemplo, Inside Out o de Up, por no hablar de la filmografía de Hayao Miyazaki.
Defender las tradiciones tribales y naturales es una intención superficial dentro de la secuela. Y lo es porque el exceso de la animación figurativa con los súper-poderes de Elsa se contradice frente a la presencia del bosque encantado o incluso, con la misma función del agua en la historia. No sentimos absolutamente nada en la escena donde se desborda la represa (alegoría de fluir y soltar). Esto pasa porque si bien es Ana quien enfrenta tal accidente, también es ella misma quien se emociona con estupidez cuando Kristoff finalmente le plantea matrimonio y ella accede. Si los guionistas y animadores son capaces de crear una heroína que se enfrenta con sus contradicciones a través de la magia, ¿por qué no plantear a su hermana como una mujer que, así como no necesita de la magia, tampoco depende emocionalmente de un hombre? Mucho más si es un hombre que resulta ser el hazmerreír de los guionistas.
Finalmente, cómo podemos pedirle emocionalidad a una película musical acuosa si esta carece de siquiera una canción memorable. Una vez que concientizamos que cantar en el cine musical es cristalizar o dar forma a emociones a pesar de las adversidades (The Little Mermaid es el contraste clave: personajes que cantan viviendo bajo el agua donde no suelen escucharse las voces), podemos conciliar las carencias graves de esta secuela con su idea pivote.