LAS DOS CARAS DE LA MONEDA
Disney constituye uno de los problemas más grandes en la escena de las industrias culturales hoy en día. Es, sí, un problema: no se necesita estar al tanto de los detalles de los movimientos que la empresa ejecuta en su ansiado camino hacia el monopolio económico e ideológico y la tiranía legal desde que Bob Iger se transformara en director ejecutivo en el 2005. Basta con saber, como la mayoría, que Disney compró esto y aquello, que Disney adquirió esto y aquello, que poco a poco Disney se lo apropia todo. El panorama internacional da la bienvenida a esta nueva década con una certeza: Disney es uno de los mayores agentes culturales del mundo.
Es difícil no mencionar estas obviedades cuando se habla de un producto de este titán del audiovisual. Frozen II es un “Disney product”. Esto se puede entrever, por ejemplo, en los (no tan) sutiles discursos que circulan a lo largo del largometraje alrededor de la cuestión del colonialismo y la imagen auto-percibida de los colonizadores. Las películas de Disney siempre han jugado con la posibilidad de realizar, a base de magia y sonrisas, un lavado de cara y de culpas direccionado a las esquinas oscuras de la historia norteamericana, a sus arremetidas imperialistas y sus variopintas ideologías chauvinistas: en este contexto se inscriben sus recientes búsquedas por cumplir ciertos estándares vinculados a la necesidad de diversidad racial. Algo similar ocurre en el caso de la exigencia por generar personajes femeninos con roles más activos.
Tras los sucesos de Frozen: una aventura congelada, Elsa y Anna viven felizmente en el reino de Arendelle. Sin embargo, esta paz está construida sobre un engaño cuyas dimensiones exceden lo familiar. En la primera película, la magia de Elsa funcionaba como una metáfora para la relación entre el deseo y el deber: ella, tras toda una vida en la que había tenido que ocultar su verdadero ser, se había habituado a aislarse de los demás y subordinarlo todo a la exigencia de cumplir su rol de reina. La narrativa de la evolución de los poderes de Elsa se podía leer entonces como un proceso mediante el cual ella aprendía a aceptar quien era y a entenderse con aquellos que en un principio la juzgaban por temor. La secuela continúa valiéndose de sus poderes como metáfora central para articular el relato, pero esta vez la apuesta se redobla: el asunto de la identidad de Elsa no es solo un problema íntimo o familiar, sino político.
Frozen II funciona de maravilla a partir de una estructura simple de tres actos claramente diagramada por el cambio de escenarios. Espacialmente, la película queda dividida en dos lugares bien identificables: bosque y reino. Si en Frozen el exilio de Elsa a las montañas heladas actuaba como expresión de un viaje introspectivo, aquí el viaje al bosque es una suerte de retorno a una región ancestral reprimida, un espacio literalmente clausurado por un evento traumático del pasado. El bosque es, en esta instancia, un oscuro rincón del inconsciente de Elsa o, mejor dicho, del inconsciente colectivo de Arendelle que, culposo, no puede disfrutar de su paz y prosperidad.
Mientras que Elsa sigue con sus búsquedas personales, Anna, relegada en la primera película a un rol de apoyo (todo su arco, con sus momentos positivos y negativos, eran consecuencia de las acciones de Elsa), tiene que aprender a valerse por sí misma. Su camino implica la superación de la inocencia propia de quien, a diferencia de su hermana, no ha crecido con la responsabilidad de reinar. Su historia la lleva a un difícil pero muy bello encuentro con su fuerza interna, con su deseo de autoafirmación. Mientras que en Frozen éramos testigos de un primer momento de sanación de la relación entre las hermanas (la reafirmación del amor una vez superado el resentimiento y la distancia generados por el miedo), Frozen II nos muestra la maduración necesaria de esa relación; ese “cambio” tan temido sobre el que cantan los protagonistas en el inicio: la aparición de un deseo de independencia emocional, representado por la misteriosa voz que le habla a Elsa y que no la deja dormir en la cálida compañía de su hermana; la necesidad profundamente individual de abandonar simbólicamente la comodidad del espacio familiar y salir a la aventura del afuera.
Y, sin embargo, la voz que le habla a Elsa es también la voz de un pueblo originario que, al parecer, habitaba los bosques que lindan con Arendelle y que, luego de un acto de injusticia y odio, han quedado relegados, instrumentados para el progreso del hombre blanco. Este subtexto a partir del cual la trama pretende corregir la imagen de una nación colonizadora mediante una rectificación (llevada adelante también por los representantes de la nación colonizadora porque, ante todo, las personas blancas son los únicos actores de la Historia, para bien o para mal), vuelve ineludible una realidad que uno, como espectador, muchas veces querría ignorar: que Frozen II es, antes que nada, un producto de Disney. Esa insistente e impostada voz de una comunidad a la que Disney no representa y no puede representar, pero insiste, en pleno 2020, en seguir utilizando para limpiar su imagen, obliga a leer el transverso de esos poderosos relatos habitados por mundos bellísimos, magia y narraciones cautivadoras; el otro lado de la moneda o, mejor dicho, el trasfondo económico y cultural que hace posible estas hermosas producciones audiovisuales. Esa voz impostada es el núcleo de un discurso revisionista que por momentos arruina la ilusión y nos obliga a postergar al niño interior que disfruta de la historia de Elsa y Ana.