ESCENAS DE LA VIDA CAMPESTRE El segundo largometraje de Andrew Sala trata acerca de Nacho, un adolescente que huye de un hogar violento y se refugia en la finca ganadera del padre, donde comienza a aprender a ejercer como patrón. Su primera prueba será investigar la causa de las recientes muertes de animales que están ocurriendo sin una explicación clara. La película se sostiene en la potencia narrativa de este misterio y lo cocina a fuego lento, mientras que al mismo tiempo cuenta un pequeño coming of age protagonizado por este chico reservado y sensible en un mundo rural dominado por varones y organizado por las leyes duras del capitalismo. La trama avanza haciendo predominar la monotonía, no en un sentido peyorativo sino entendida como cierta uniformidad del tono. Sala apunta a un verosímil realista pero se corre de tono y verosímil en ciertas escenas muy contadas logrando un efecto atractivo para el espectador. Maneja, en este sentido, una economía precisa en la que la duración final de la película juega un rol esencial: lo narrado termina por adecuarse correctamente a la hora y media de extensión de modo tal que la película no se siente nunca aletargada a pesar del ritmo lento que ejercita. Con un desenlace que evita giros pomposos o grandilocuentes, La barbarie termina por confirmar una vocación realista a la hora de construir el perfil psicológico de sus personajes pero no por ello renuncia a cierta estilización y a dejar huecos interpretativos para que el público complete; porciones de mundo que quedan librados a la imaginación. Cabe, sin embargo, hacer una salvedad. Como cualquier espectador atento podrá advertir, tanto desde el título como desde ciertas decisiones visuales hay un trabajo manifiesto de referencia a uno de los ideologemas más importantes que han surgido para pensar ese costado “otro” de la nacionalidad argentina que es el campo: la oposición sarmientina de civilización y barbarie. Si afirmamos que existe alguna intención de contribución crítica o debate ideológico en relación a este tema, La barbarie no tiene demasiado que agregar a lo ya dicho. Estéticamente queda pegada a la tradición de nuestro país (tanto en cine como en literatura) de encarar la representación de lo rural desde el realismo social, y también a la tendencia de utilizar para ello elementos genéricos del thriller italiano o estadounidense. Sin embargo no por eso la película de Sala pierde valor, dado que articula un relato interesante que fluye hacia buen destino.
DIFICULTADES DEL CINE DE AUTOR Suzume es el último largometraje del exitoso escritor y director Makoto Shinkai. En 2016, el autor logró gran reconocimiento a partir de la que es su obra más exitosa, Your name. Esta trataba sobre una pareja de adolescentes que, subtrama fantástica de por medio, debía salvar a un pueblo de la caída de un meteorito. Un lugar común a la hora de discutir acerca de ciertos artistas es que muchos de ellos suelen tener temas recurrentes u obsesiones. Pasaba, por ejemplo, con Hayao Miyazaki y la problemática del medio ambiente, que se podía rastrear en la mayoría de sus largometrajes. Algo similar ocurre en la última película de Shinkai, quien vuelve a trabajar un coming of age acerca de un personaje joven que debe superar tanto la comodidad como las cicatrices emocionales de la niñez para aventurarse en el mundo adulto. Esta nueva historia trata acerca de Suzume Iwato, una chica que conoce a un hombre y se ve envuelta en una aventura con el objetivo de salvar a Japón de una fuerza sobrenatural que amenaza con destruirlo todo. La película relatará, entonces, el enamoramiento de los dos jóvenes así como el desarrollo de un fenómeno ambiental que conjuga lo natural y lo mágico sumergiéndose en el territorio de la mitología y el folklore japoneses. Todo ello construido a partir de la combinación de una animación de trazo definido, expresiones realistas, fondos acuarelados, un 3D sofisticado y una banda sonora a cargo, en parte, y una vez más, de la banda de rock Radwimps. Tanto por su apartado visual como por sus recursos narrativos (la utilización de procesos de significación que se vinculan más a lo metafórico o simbólico que a lo literal o figurativo, a la hora de representar los procesos emocionales internos de los personajes), el cine de Makoto Shinkai es reconocible, posee una marca autoral. El espectador que conoce sus trabajos va al cine a sabiendas que lo que está por presenciar es “la nueva película de Makoto Shinkai”. Por un lado, esto da cuenta de la capacidad del director de plasmar un estilo personal y, podríamos discutir, hasta dejar un sello en la historia de los largometrajes de animación japonesa. Sin embargo, es posible que la presencia fuerte de una figura de autor que predetermina una serie de cualidades en una obra de ficción resulte contraproducente. Lo es, por ejemplo, si esa seña de identidad deviene en un ejercicio de repetición o hasta limitación de la creatividad. Algo así ocurre con Suzume. Tomada por sí sola, no es solo correcta, sino bella, por momentos cautivadora. Ahora bien, para el espectador que conoce la obra de Makoto Shinkai, su último largometraje puede sentirse algo repetitivo, ya no solo por cuestiones temáticas sino por motivos visuales que recuerdan fuertemente a sus películas anteriores. Para el fanático, es entendible que esto sea un elemento positivo, pero para quien va al cine buscando un giro, un nuevo paso en el crecimiento artístico del autor, no sería alocado encontrar en Suzume los primeros signos de amesetamiento o agotamiento en su propuesta estética.
“ESCOBEAR” NO DEFRAUDA Ya en el cortometraje Middleschool date, perteneciente a la polémica Movie 43, Elizabeth Banks mostraba su interés por el humor irreverente e indecoroso, que vuelve a ejercitar en su tercer largometraje, Cocaine bear, el cual recibió en Latinoamérica la denominación de Oso intoxicado. La película está basada en el caso real de un oso (al que se lo bautizó popularmente como “Escobear”) que sufrió una sobredosis de cocaína en 1985, luego de que un contrabandista dejara caer varios kilos de la sustancia en el Bosque Nacional de Chattahoochee. La directora toma este incidente puntual y teje alrededor una trama de enredo caracterizada por la abundancia de violencia explícita en clave humorística y protagonizada por un grupo de personajes bizarros y cómicos. Bien realizada, la fórmula es garante al menos de un buen recibimiento entre cierto sector del público que disfruta de ver una producción de buen nivel que se enmarca dentro de un tipo de películas modestas y de intención lúdica, históricamente asociadas al cine de bajo presupuesto. Eso es, a grandes rasgos, lo que ocurre con Oso intoxicado: una trama sencilla, organizada con un núcleo narrativo claro y potente, y un elenco de personajes por lo general humorísticos, a excepción de algunos que además funcionan como un anclaje emocional modesto, en este caso, necesario para el espectador. Banks gestiona sus recursos con destreza, construye protagonistas y situaciones divertidas, maneja un buen timing para el diálogo humorístico y, sobre todo, sostiene un equilibrio interesante en cuanto al verosímil, estableciendo un mundo creíble en relación a las leyes que fija, alejado evidentemente de una pretensión verista pero sin caer en hipérboles demasiado exageradas.
UNA CENICIENTA INSÍPIDA Tres deseos para Cenicienta se suma a la larguísima lista de adaptaciones del cuento tradicional oral transcrito por Charles Perrault y los hermanos Grimm, entre otros. Esta en particular es en realidad una remake de una película Checa del ‘73 que adaptaba la versión del cuento de la autora Bozena Nemcová, la cual escribió durante la primera mitad del Siglo XIX. Al tratarse de una historia tan conocida, el espectador no puede sino preguntarse por qué medios buscará la película cierta originalidad, ya sea mediante recursos formales o cambios narrativos que la distinga y le dé personalidad. En el largometraje de Cecilie Mosli se respetan los puntos centrales de la trama: una joven inocente es obligada a servir a su madrastra ambiciosa, la cual quiere casar a su hija con el príncipe del reino; con la ayuda de algo de magia y un incidente con un zapato de por medio, la joven enamora al príncipe y se casa con él. Se perciben, también, algunos pequeños cambios casi obligatorios a la hora de actualizar los conceptos que giran alrededor de los roles de género en el cuento original. Más allá de si estos virajes son el resultado de decisiones de Nemcová o de los guionistas, lo cierto es que la Cenicienta de Mosli desarrolla un modelo de feminidad apenas diferente de aquel que Disney inmortalizó con sus mujeres protagonistas durante sus primeras décadas de producción. Estas apreciaciones son, sin embargo, poco importantes en el contexto de Tres deseos para Cenicienta. Lo cierto es que la película noruega destaca por su falta de carácter, su tibieza y su manera insípida de hacerse cargo del cuento en el que está basada. No se la juega, diríamos hablando mal y pronto, y se ubica en una posición en extremo cómoda dentro del amplio espectro que va desde la adaptación rebelde al estilo de Romeo + Juliet hasta el respeto absoluto por la fuente de películas como la Madame Bovary de Sophie Barthes. La discusión del modelo femenino de la obra original no pasa de cierta masculinización de la protagonista que se disfraza ocasionalmente de hombre, sabe disparar con arco y flecha y se interesa por una vida de libertad en la naturaleza antes que por la sólida estructura del matrimonio. Nada sustancialmente distinto a lo que el propio Disney viene haciendo con las correcciones políticas llevadas adelante en sus reversiones live-action. Solo que, al menos, la compañía del ratón apuesta firmemente por este lavado de cara siempre impostado, mientras que Tres deseos para Cenicienta lo hace de forma tangencial y nunca lo asume como el centro o propósito del relato. Más allá de este asunto, poco tiene para aportar la película de Mosli, que transcurre sin regalar un personaje destacable, una escena bien lograda o una secuencia entretenida.
UNA TELENOVELA SOBRE EL CONFLICTO PALESTINO-ISRAELÍ En la ciudad de Tel Aviv se está filmando una telenovela acerca de una mujer palestina que se enamora del militar iraní al que espía para las fuerzas antisionistas. Un hombre es contratado para ayudar a la actriz principal, de origen francés, a pronunciar correctamente las frases en hebreo. Desde la primera escena queda establecida esta duplicidad de planos ficcionales: casi a la par que las desventuras de Salam, que por una sucesión de acontecimientos insólitos se vuelve guionista y al mismo tiempo víctima de una coacción llevada adelante por otro militar iraní (esta vez real), se narra el relato enmarcado, la historia de Manal, protagonista de la tira televisiva, y el triángulo amoroso que se ha generado entre ella, el general Yehuda y Marwan, quien pertenece a la resistencia palestina. Comienza así un entrecruzamiento entre el plano del relato enmarcado y el marco, en el que se ponen en juego una serie de comentarios en tono satírico respecto de la compleja situación política que se vive en Tel Aviv a raíz del conflicto latente entre palestinos e israelíes. No se trata de un enfrentamiento armado tal como se da en la Franja de Gaza, sino que la película pinta la convivencia tensa de una sociedad escindida en dos, en la que el ejército israelí subyuga a una comunidad palestina oprimida. Y aunque el director, Sameh Zoabi, es de origen palestino, Todo sucede en Tel Aviv evita una mirada manierista o reduccionista del conflicto. Para ello utiliza la telenovela, que funciona como una contracara de aquello que sucede en las calles de la ciudad mediterránea. Este es el punto fuerte de la película, su carácter diferencial: en lugar de retratar de manera documental una realidad, el director opta por una mirada oblicua en la que la preponderancia de uno de los dos planos ficcionales se va alternando, de modo tal que parece por momentos que no son los acontecimientos reales los que motivan el devenir de la trama de la telenovela, sino que lo que se pone en juego en la aparentemente superficial historia de Manal es lo que mueve a los personajes. Esto es porque el largometraje se ocupa de contar aquello que los motiva a tratar de influir sobre lo que pasa en la serie, de modo tal que esta se vuelve un medio para canalizar sus deseos, temores y rencores. Lo que ocurre es que el contenido ideológico de Todo sucede en Tel Aviv queda cifrado a partir de un encadenamiento de referencias y metáforas que el espectador debe recuperar por sí mismo. Por un lado, la tarea que se nos propone es estimulante, pero también es cierto que el espectador que no posee un conocimiento previo de los detalles de la situación política de Tel Aviv puede encontrarse por momentos algo confundido. También es cierto que por las mismas razones la obra de Zoabi es capaz de reflejar una idiosincrasia muy particular que tal vez no podría contarse de otra manera.
MENSAJE Y LENGUAJE Mark Mylod, director que viene trabajando en series exitosas como Game of Thrones y Succession, se pone al hombro un proyecto de mayor envergadura, un largometraje protagonizado por dos pesos pesados como son Anya Taylor-Joy y Ralph Fiennes. La película parte de un guion próximo a esos en los que el giro es la base sobre la que se apoya el relato; de esos de los que no se puede contar mucho sin arruinarlo, por lo que aquí diremos solamente que se trata acerca de un cocinero de élite y una reunión de comensales distinguidos que revelará un trasfondo oscuro y perturbador. La película trabaja a partir de la conciencia que tiene el espectador de la inminencia de este giro, la cual es patente ya en los materiales promocionales. Al estilo del cine de Shyamalan, el juego con el horizonte de expectativa del público es el componente en el que la obra deposita su efectividad. Cine de shock que, por serlo, pretende no pasar desapercibido, y, si es exitoso en su cometido, suele producir sobrevaloraciones y también infravaloraciones. Hacia él puede tomar el público una actitud de ninguneo (que necesite de este tipo de artificios vulgares no lo vuelve sino superficial) o una de exagerada admiración (que produzca un impacto que desconcierte hace que sea profundo e irreverente). Dependerá, siguiendo este esquema muy maniqueo, de si el espectador en cuestión compra el giro, es cautivado por él, o no. Algo parecido pasó con la recepción de El menú en el Festival de Cine de Mar del Plata, que despertó amores y odios entre los espectadores. A priori, y más allá de las respuestas del público, habría que resaltar que la película de Mylod no lleva esta propuesta arriesgada al extremo porque, si bien el giro es el momento de quiebre de la narración, no se carga sobre este todo el peso narrativo de la historia, sino que se construyen personajes interesantes (al menos dos) cuyas interacciones sostienen grandes porciones del largometraje. Además, Mylod sabe preparar momentos de tensión que funcionan, pero más importante aún, escenas con un contenido emocional que, si no es extraordinario, al menos otorga sustancia y empatía a la experiencia. Estos elementos son los que hacen que El menú no se limite a un ejercicio intelectual cansino y pedante. Y es que hay otro costado del largometraje que tiene que ver con una propuesta de tesis, de estudio psicológico y sociológico, que se vale de la sátira del mundo de la “alta cocina” (y, por extensión, de la alta sociedad) para llevar adelante una crítica no muy innovadora acerca de algunas problemáticas harto conocidas para cualquiera que vive en el 2022. Ahora bien, tal vez una de las cuestiones que definen si este tipo de películas se vuelven insoportables o estimulantes es el equilibrio entre fondo y forma, entre discurso e historia. En este sentido, El menú resulta satisfactoria porque, si bien no tiene algo original para decir, tampoco se enamora del mensaje al punto de descuidar el lenguaje.
LA ENCANTADORA FÓRMULA DE MULDOWNEY En Escalera al infierno encontramos aún otro caso de traducción de títulos que eliminan cualquier rastro de sutileza que podía tener el nombre de la película originalmente. The cellar, cuyo significado en español es simplemente El sótano, narra un relato clásico de terror sobrenatural y, aunque introduzca algunos adornos en el guion para diferenciarse del océano de producciones similares que se estrenan cada año, respeta casi a rajatabla la mayoría de los momentos de este tipo de largometrajes. Desde la premisa ya queda clara la filiación: la hija de la protagonista desaparece misteriosamente en el sótano de la casa, en donde acecha una fuerza sobrenatural y oscura. El guion agrega un elemento externo: vincula el verosímil de los sucesos fantásticos a una serie de conceptos relacionados a fórmulas matemáticas, la alquimia, el ocultismo, el satanismo y la interdimensionalidad. Sonará todo esto, algo rebuscado para una película, como decimos, tradicional en su planteo. Hasta cierto punto lo es. Pero no deja de resultar interesante ver cómo la trama intenta introducir estas cuestiones en la forma de un enigma que los personajes deben resolver. Las referencias a otros tipos de conocimiento y poder anclados a un folklore que remite a edades pasadas es un instrumento fiable en la construcción de mundo, si lo que se quiere es establecer la presencia de un mal antiguo. Sin embargo, este palabrerío tal vez suene grandilocuente para lo que termina realmente mostrándonos Escalera al infierno que, cuando debe armar el rompecabezas, desplegar ese mythos en su narrativa, no lo hace de forma descollante. A pesar de todo esto, o un poco a causa de ello, la película de Brendan Muldowney resulta honesta y, aunque pueda sonar mal, hasta simpática. A diferencia de otras obras del estilo que no hacen más que yuxtaponer una serie de artificios envejecidos y echar mano de tramas de manual, Escalera al infierno intenta introducirnos, mediante sus planos, su trasfondo y algunas decisiones de producción dignas de festejarse, a un universo propio. Pero, lo que es más importante, lo hace desde una actitud lúdica, sincera, lo cual se refleja sobre todo en un final (disculpen el término poco adecuado) más que encantador.
AMAGOS DE UNA PELÍCULA DIFERENTE En El desarmadero, el director Eduardo Pinto ensaya un relato de terror psicológico que proviene, si nos vamos muy atrás en el tiempo, de la tradición de los cuentos de Poe, acerca de un hombre acechado por los fantasmas de su pasado. La película trabaja la no determinación entre dos posibilidades: que estemos viendo lo que ocurre desde un punto de vista no confiable o distorsionado y la realización de lo sobrenatural como componente del verosímil. Juega, entonces, con las expectativas del espectador. En este caso, nuestro POV es Bruno, protagonista de la historia, quien luego de sufrir un evento traumático y pasar un tiempo en un hospital psiquiátrico comienza a trabajar como sereno en un desarmadero de autos. Se trata de un planteo algo formulaico, no solo desde lo narrativo sino desde los procedimientos y el lenguaje audiovisual que se utiliza para contar lo que ocurre. Sin embargo, la película nos plantea otra arista más interesante desde la construcción del espacio. El desarmadero como lugar funciona bien en dos sentidos: uno simbólico, en tanto metáfora de la mente del protagonista, y otro literal: la captura de sus componentes materiales y visuales, por la que se cuela una veta casi de crítica social que no llega a convertir a la película en cine de denuncia pero que sí lleva adelante una representación de “lo marginal” en un sentido, a priori, positivo. Aclaro, porque esta palabra, o más específicamente su carga referencial, se encuentra asociada popularmente a la exitosa serie que también escribe y dirige Pinto. Y hay que decir que si bien los elementos que hacen a “lo marginal” en El desarmadero no siempre establecen relaciones de sentido con los motivos principales del relato (se podría llegar a discutir que funcionan como un subplot sin mayor trascendencia o hasta una excusa narrativa algo vaga para llevar al protagonista a ciertos momentos dramáticos), no se repite acá el tratamiento estereotipado y casi de exploitation que se ve en el programa televisivo. No. Hay en El desarmadero algunas cuestiones vinculadas no solo a lo escenográfico sino también a la construcción del espacio desde los planos y movimientos de cámara que amagan a una posible vinculación entre el aspecto literal y el simbólico del lugar donde vive y trabaja Bruno. Casi un cruce entre verosímiles que confundiría lo real con lo fantástico y lo interior con lo exterior, o exploraría con mayor profundidad los posibles nexos entre estas dos facetas. Pero lo cierto es que la película juega con estas cuestiones, muestra puntas interesantes, pero al final triunfa el relato convencional, imitativo del modelo estadounidense, en el que lo sobrenatural cumple un rol predecible, sencillo, hasta cómodo. Desde ese momento al espectador no le queda mucho más que esperar lo que sabe que vendrá y dejarse llevar por ello.
COREA DEL SUR NOS MUESTRA LA UNIÓN DE SU PUEBLO Surfeando la ola generada por producciones como Parasite en el cine, Estación Zombie en plataformas y El juego del calamar en televisión, se siguen estrenando en Argentina algunas películas surcoreanas cuya calidad varía desde lo llano y formulaico hasta lo realmente atractivo. Emergencia en el aire se ubica en algún lugar entre medio de estos polos, aunque algo más próxima al primero, y nos presenta una historia acerca de un incidente en un avión. Al elenco lo lideran dos estrellas a esta altura conocidas de este lado del globo: Lee Byung-hun, que tuvo un rol importante en la exitosísima serie de Netflix, y Song Kang-ho, que ganó mucha notoriedad a partir de sus trabajos con Bong Joon Ho. Esta nueva propuesta de la mano de Han Jae-rim construye una narración convencional en cuanto a sus filiaciones de género. Se trata, sin mayores sorpresas, de una película-catástrofe. Lo es por su premisa, por el manejo de los tiempos dramáticos del relato, por la forma en la que se estructuran los acontecimientos y, también, por su contenido ideológico/temático. Hay un solo elemento que rompe un poco el esquema y muestra un indicio de mixtura con otros géneros: la presencia de un asesino serial. Por momentos la película juega a conectar el registro épico/dramático de la película de catástrofe con una atmósfera más propia del horror corporal. Sin embargo, este cruce es desestimado en tanto el personaje del asesino serial no trasciende en el relato más que como un catalizador del caos, una excusa para poner a los protagonistas en las típicas situaciones de desesperación, superación y unión colectiva a las que suelen apelar este estilo de películas. En Emergencia en el aire es patente la naturaleza nacionalista que tiene el cine de catástrofe. El accidente es un escenario perfecto para poner a prueba a una sociedad, su fortaleza y el sentimiento de identidad de sus miembros dentro de una cultura particular. La cuestión de la autorrepresentación y de la separación respecto de un otro que posee valores diferentes (o, mejor dicho, carece de los propios) es una constante en el cine norteamericano desde sus inicios, y lo también en el cine oriental contemporáneo. En el caso de esta película, se busca definir y comunicar un sentimiento de hermandad coreana (en oposición a la apatía del pueblo japonés y el estadounidense, quienes participan, sino como villanos, al menos como ejemplos que sirven para delimitar aquello que el pueblo coreano no es). Más allá del juicio que uno pueda realizar respecto de estos vaivenes ideológicos, lo cierto es que la película se toma el trabajo de transmitir el mensaje con claridad. Tal vez, el principal problema de Emergencia en el aire es justamente el tiempo que le dedica a esta labor propagandística. De esto es un síntoma el hecho de que los personajes no son mucho más que estereotipos que están la mayoría del tiempo en función del contenido que se quiere transmitir; lo es, también, la exagerada duración de la película, de 147 minutos, que no llega a sostenerse del todo con lo que se propone formalmente y resulta, por momentos, bastante redundantes. Sin embargo, Emergencia en el aire es una película competente que compensa en alguna medida sus excesos con una buena capacidad de construir climas y montar algunas escenas emocionantes.
DUM VIVIMUS VIVAMUS, AUNQUE SEA ESCALANDO UNA TORRE DE 600 METROS En Vértigo, una joven sufre una pérdida cuando su esposo se cae de un risco mientras los dos se encontraban escalando junto a su mejor amiga. Meses más tarde, Becky es visitada por Hunter, quien intenta ayudarla a salir del pozo depresivo en el que ha estado desde entonces, para enfrentar un nuevo desafío: escalar la torre B67, de más de 600 metros de altura. Esa es, dice Hunter, la única manera de que Becky supere el trauma generado por la muerte de Dan. Hay, desde el vamos, algunos problemas elementales en el desarrollo de la historia que se nos propone. El primero, menos relevante, es la caracterización más bien pobre de las dos protagonistas, que no son mucho más que una pequeña sumatoria de fórmulas seguidas a rajatabla. Sin embargo, que sea redundante, no significa que la película no se tome algo de tiempo para establecer algún tipo de crecimiento, un arco para la protagonista; el segundo, más incómodo para el espectador, es lo laxo que llega a ser el verosímil con total de justificar las secuencias de acción; dicho de otro modo, el nivel de paciencia que se le exige al espectador para aceptar ciertos escenarios es bastante alto. Finalmente, no deja de ser curioso el modo en el que Vértigo plantea esa actualización que tanto vemos en este cine de supervivencia de los tópicos literarios clásicos del carpe diem (“aprovecha el día”: invitación al goce de la juventud, antes de la llegada de la vejez), o el dum vivimus vivamus (“mientras vivimos, vivamos”: la conciencia de la vida humana como algo efímero), o el fugit irreparabile tempus (“tiempo insustituible”: el tiempo pasado no puede recuperarse). De estos tres pilares bebe gran parte de este género que muchas veces se cruza con el de acción y muchas otras con el de terror. En general, un buen número de estos largometrajes suelen llevar su despliegue temático un poco más allá de la mera repetición de algunas este esquema básico y lo utilizan como una excusa para el mero despliegue de algún tipo de show o puesta en escena. En este último grupo entra Vértigo, que no hace más que reproducir, en boca de Hunter, las frases que ya se imaginarán acerca de que solo se vive una vez, en este caso puestas en función de justificar la pulsión un poco suicida de subirse a una torre de 600 metros en mal estado. Pero lo interesante es cómo la película trata este tópico devenido en ideología: la amiga de la protagonista expresa estas ideas sin mayor preocupación, en una suerte de desafío insensato al destino, o mostrando una hybris despreocupada, una actitud soberbia y hasta ignorante ante el acecho de la muerte. Becky, quien ha aprendido de primera mano la gravedad del peligro que conlleva escalar, parece sin embargo ser arrastrada un poco por la presión de su amiga. El sentido común nos diría que la actitud de Hunter debe ser castigada, y que Becky, por dejarse llevar, debería sufrir un destino similar. Sin embargo, hacia la mitad del largometraje, la historia comienza a agregar algunos pequeños condimentos que parecen complejizar un poco las cosas, pero que al final, llevan a una resolución algo contradictoria. Más allá de eso, que es tal vez lo menos importante en una película sobre dos mujeres atrapadas en una torre altísima, Vértigo logra, una vez aceptados sus torpes argumentos, desarrollar algunas secuencias atractivas y con una buena cuota de tensión. Si podemos ignorar las objeciones anteriores, así como la utilización, en cierto momento de la trama, de un truco narrativo especialmente mediocre y mezquino, la película de Scott Mann logra generarnos algo de emoción y adrenalina.