Una secuela fallida
Esa necesidad de quedar bien con todo el mundo es la que logra que el filme no quede bien con nadie.
Estéticamente, el modelo “aggiornemos los cuentos de hadas transformándolos en fábula feminista de superhéroes con canciones” está agotado. Comercialmente, no, pero eso depende de factores inasibles.
La primera Frozen lograba ser al mismo tiempo concisa y graciosa, aunque lejos de las complejidades de La Bella y la Bestia (la buena, la de 1991) o de Enredados, donde la corrección política brilla por su ausencia.
Aquí la primera hora es un refrito de lo que los ejecutivos de Disney consideran que fueron motivos de éxito de la película original, sumado a una valoración mítica de los elementos y la armonía con la Naturaleza (sombra terrible de Greta Thunberg, Walt te invoca) más la convivencia entre diferentes etnias, más canciones donde se explica todo lo que se está viendo una y otra (y otra, y otra) vez.
Luego hay una aventura que dura media hora, más o menos, la verdadera película. El ejemplo final de cinismo consiste en que un soldado de un reino de un fiordo escandinavo en, suponemos, un tiempo que aparenta ser el siglo XIX del Imperio Austrohúngaro es afroamericano (y que al final se reencuentra con una novia afroamericana porque una cosa son los derechos y otra, andar mezclados). Nadie se hubiera quejado en este mundo si no hubiera alguien de color (negro, diría Les Luthiers) en, repitamos, un fiordo escandinavo del siglo XIX.
Esa necesidad de quedar bien con todo el mundo es la que logra que el filme no quede bien con nadie. Ni siquiera con quien fue a ver un divertido cuento de hadas y aventuras.