El enorme éxito de Frozen: una aventura congelada dejó la certeza de que habría una secuela. La historia no necesitaba continuarse, pero las posibilidades comerciales de semejante fenómeno no podían ser derrochadas. Como suele suceder, lo que comenzó siendo algo novedoso y sorprendente pasó a ser conocido y a generar expectativas muy difíciles de cumplir.
Frozen II recurre al pasado de la familia de Elsa y Anna en busca de una trama. Las hermanas deben viajar a un bosque que quedó atrapado en una especie de neblina luego de un enfrentamiento entre los soldados del reino de Arendelle y el pueblo originario de Northundra. Ese lugar fue muy importante en la historia de sus padres y tal vez contenga alguna clave para entender la naturaleza mágica de Elsa. Por supuesto que las protagonistas están acompañadas en la aventura por Kristoff, el amor de Anna, y Olaf, el adorable muñeco de nieve que aporta encanto y comedia.
Continuando con el cambio de paradigma de las historias de princesas que popularizó Frozen: una aventura congelada, en esta secuela las preocupaciones románticas están puestas en Kristoff, ocupando un segundo plano, y tratadas con mucho humor (incluyendo una divertida escena musical que imita un videoclip de balada romántica). El centro del film siguen siendo Anna y Elsa, reforzando una vez más su lazo fraternal, ambas en búsquedas que tienen que ver con sus identidades y ambiciones, muy lejos de las historias de princesas rescatadas por príncipes valientes.
Son cambios bienvenidos en este tipo de relatos orientados al público familiar. Pero, por otro lado, la falta de un personaje antagónico fuerte les quita algo de emoción a las aventuras de las hermanas, quienes se encuentran con muchos obstáculos en su camino, además de los internos propios, pero no con una amenaza terrorífica, al estilo Maléfica (la de La bella durmiente, no la versión Angelina Jolie).
Más allá de todo esto, Frozen II se destaca en la calidad de la animación. Vale la pena pasar por alto los detalles de una trama poco apasionante por la admirable secuencia en la que Elsa intenta cruzar el mar y se encuentra con un caballo de agua. Describirlo es superfluo: basta con decir que está a la altura de los grandes clásicos animados de Disney y, aunque toda la película tiene una estética de gran belleza, esa secuencia condensa el poder de la animación como materialización de la fantasía en la pantalla.