Un cuento de hadas que atrasa ostensiblemente
Nueva incursión de Disney en el que fue durante décadas uno de sus sellos al agua –la adaptación de cuentos de hadas tradicionales–, Frozen se basa libremente en La reina de la nieve, de Hans Christian Andersen. Hasta tal punto la película dirigida por el dúo Chris Buck & Jennifer Lee (ella, primera directora mujer en la historia entera del estudio, tuvo también a su cargo la escritura del guión) cumple con todas y cada una de las marcas de la casa (un mundo atemporal de castillos y princesas, romance, fantasía, canciones, animalitos fieles a sus dueños, algún personajito cómico, la mismísima muerte trágica de papá y mamá) que parece casi al borde de la parodia. Límite que, sin embargo, ni por asomo Frozen osa trasponer. Con lo cual termina siendo el Disney más retro en mucho tiempo... hasta que de pronto y sin previo aviso, por pura imposición de guión, se viola una de las imposiciones intocables del canon poniendo un tema o motivo central patas arriba. ¿Qué tema, qué motivo? Obviamente no se dirá. Nadie tiene derecho a privar a nadie del efecto sorpresa.
Pero es justamente la condición de efecto sorpresa la que hace que esa violación produzca un sedimento apenas marginal, que altera poco o nada el conjunto. A diferencia del cuento original, es doble el protagonismo femenino de Frozen, que en países hispanohablantes se estrena con el subtítulo Una aventura congelada. Huerfanitas tempranas, como le gusta a Disney, Anna (voz de Kristen Crepúsculo Bell, en versiones subtituladas) es la romántica y soñadora, mientras que Elsa (Idina Menzel) esconde –o no tanto– un lado oscuro. Elsa tiene poderes sobrenaturales, que afloran en momentos de ira. El poder de congelar las cosas, más precisamente. Lo cual hace de ella una potencial X-Woman o Avenger suplente. Sorprendida como freak en el momento mismo de su ascenso al trono, Elsa decide huir y refugiarse en su mundo de hielo. Pero la buena de Anna, que el día de la coronación conoció a un príncipe de un reino no tan cercano, se enamoró a primera vista y aceptó su propuesta de casamiento (todo seguido), parte en busca de Elsa, con intención de traerla de nuevo al mundo.
Se le suma un joven y noviable leñador, un reno que recuerda a perros, caballos y otras bestias amigables del planeta Disney y un hombre de nieve, que llamado a cumplir la rutinaria función cómica que en otras ocasiones cupo a ratoncitos, enanitos y tazas de té con leche, parece salido de otra película (las líneas de su dibujo son de un estilo totalmente disímil al del resto). Este cronista ve todo esto como pernos de un modelo que atrasa ostensiblemente, no pudiendo percibir las razones por las cuales Frozen ha llegado a ser considerada “el mejor musical de Disney en más de veinte años”, como disparó alguien por ahí. Atrasa más aún si se tienen en cuenta Encantada (2007) y Enredados (2010), relecturas de los cuentos de hadas que se atrevían a hacer coexistir con lucidez y valentía lo clásico y lo moderno. Aquí, en lugar de eso surge de pronto lo que parecería casi un brote de esquizofrenia diegética, introduciendo la sospecha y la paranoia en medio de un contexto que no le hace lugar. Sospecha y paranoia que se diluyen, como la nieve o el hielo.