Un gran cuento de hadas se distingue porque tiene magia, contiene de manera metafórica una lección sobre el mundo (que podemos aceptar o no) y todo está en la forma en que se narre más que en los conceptos que se viertan. Pues bien, Frozen, que es un análisis con escalpelo del amor filial, tiene varios elementos que lo hacen un film diferente. No, no son las muchas canciones y no, tampoco que haya galanes y villanos y monstruos y seres mágicos. No: lo que tiene es un personaje que parece un superhéroe (una superheroína, seamos precisos), pone en tela de juicio la cuestión romántica (el amor de pareja, seamos claros) como único garante del orden social o única llave de la construcción de una comunidad, y no deja de mantener uno tono medio, nunca demasiado dramático ni demasiado cómico, en el que cada una de las critaturas del cuento realmente parece humana. También contiene un gran trabajo de guión, muy sutil, en la construcción del villano, que explica totalmente por qué esta es una película de amor pero no un film “de novios”. Vaya y vea con la mente abierta.