New Orleans se va al diablo. Nosotros nos vamos a bailar
Fuera de la ley es uno de esos artefactos poco sofisticados que la industria nos entrega en forma semanal con la misma dedicación que se emplea en la fabricación de un producto cualquiera destinado al consumo rápido y al olvido consiguiente (igual de rápido). El director Roger Donaldson es lo que antes se llamaba un artesano; es decir, un hombre aplicado a su trabajo, que realiza la tarea encomendada con enjundia y concentración, esgrimiendo para ello toda la destreza y habilidad que le hayan sido concedidas. Pero Fuera de la ley también resulta ser una película de Nicolas Cage. Y ya se sabe que ese tipo no descansa nunca. Es un animal enjaulado, siempre con los ojos abiertos y doblado bajo el peso de una condena a cadena perpetua. Una película de Nicolas Cage quiere decir un repertorio impenitente de morisquetas, una pantomima de lucha por la vida, por existir en un cuerpo que no parece jamás estar a gusto del todo con el mundo ni con la mayoría de quienes lo habitan. Si la película es tosca es porque lo sigue a Cage, se mueve a su lado como una sombra, lo acompaña en su carrera solitaria hacia ninguna parte. Así es que no importa demasiado ese hermoso principio donde la cámara reencuadra permanentemente y orbita sobre las caras y los gestos de los personajes, como si buscara un destello, un toque de distinción: Cage y su partenaire January Jones (la de Mad Men, que duele de tan linda) se van a un boliche a tomar cerveza, a jugar al pool, a bailotear como payasos y a reírse mientras se miran llenos el uno del otro y la película amaga con un despliegue de alegría insensata.
Pero, en realidad, el trailer anticipaba ya todo el nudo del relato, así que nadie que lo hubiera visto podía ser llamado a engaño: una violación brutal, después la oportunidad de la venganza, más tarde la encerrona –no tanto de la conciencia como de la Ley– y así. Lo cierto es que la película se olvida pronto de ese comienzo tan placentero, pero en su lugar no pone una historia de odio y revancha como se insinuaba en el avance sino algo más amable: el relato del sujeto perdido en un juego que lo excede. Un hombre mata al violador de su esposa. Cage no paga suma alguna, pero queda comprometido de palabra en futuras acciones de una organización que comete asesinatos en nombre de la seguridad de una New Orleans sumida en una ola de violencia y criminalidad. Un buen día se le encarga entonces que despache a alguien. Cage se niega a hacerlo pero lo mata sin querer, de modo que queda dentro del engranaje aun a su pesar. Las cosas se enredan bastante más que eso, y cada secuencia parece diseñada para producir la sensación de un ajuste de tuerca respecto de la anterior, pero no hace falta abundar. Si uno se pierde igual puede seguir adelante tan tranquilo, montado en la emoción desplegada por la pareja de protagonistas. La mujer deja enseguida atrás el trauma del ataque y se dedica a acompañar a su marido, primero con recelo, después con un arma en la mano y disparándoles sin mayor problema a sus perseguidores. Fuera de la ley luce, a fin de cuentas, como un disparate mayúsculo que se sigue con un deleite discreto, sugerido por el hechizo de un guión que suma giros sin cesar pero motorizado en realidad por las corridas de sus dos actores principales: los personajes que encarnan Cage y Jones parece que bailaran, casi sin conciencia y con los cuerpos ateridos de dos sobrevivientes que solo quieren estar uno junto a otro mientras la moral del mundo se desintegra